Rosas y espinas

Mentiras de España

Resulta que, como todos imaginábamos, más del noventa por ciento del censo de militantes del Partido Popular son militantes en B. O sea, que no son militantes. Nadie sabe cómo llegaron hasta allí 800.000 de los 860.000 populares con carné que dice el partido. Quizá son militantes convalidados, en plan Pablo Casado. Pero es evidente, era evidente, que no pagan. Presumía el PP de recibir cerca de tres millones de euros en cuotas de afiliados, lo que con la cuenta de la vieja sale a menos de cuatro euros anuales por militante si dividimos por los 869.535 de tan peculiar censo. Otra mentira, en resumen.

Cuando era pequeño, me fascinaba la diferencia que establecían los curas entre pecado venial y pecado mortal. Supongo que el inflado de las listas de militantes, en el plano político, corresponde a la primera categoría. A la fácil de ser perdonada rezando un par de avemarías. Pero no deja de ser un síntoma más de que nuestra democracia está sustentada en mentirijillas, mentiras y grandes mendacidades.

Sucedió desde la Transición, hoy calificada de modélica con mucha ligereza adjetival. Se nos vende como época de consenso, de grandes reconciliaciones, cuando los que la vivimos sabemos que se construyó sobre un miedo incesante y sepia que se resume perfectamente en un sintagma hoy olvidado: ruido de sables.

Había ruido de sables en la Transición, un ruido de sables hondo que impregnaba de miedo las calles y el Congreso de los Diputados. La cúpula militar, a cada tímido avance democrático que se pretendía hacer, amenazaba con un nuevo golpe de estado que perpetuara la herencia franquista. Incluso existió una operación cobarde que pretendía reconducir España con un parlamento presidido por un militar (el general Armada) como "presidente de consenso". No hay nada que invite más al consenso que un terror común. Pero no deja de ser un consenso de mentira. Como las listas de afiliados del PP.

Llevamos cuarenta años engañándonos a nosotros mismos. Dejando que nos escriban la historia los publicistas, no los historiadores, y cree uno que esa es la gran causa de nuestras precariedades democráticas. Se trata, una vez más, de una cuestión de cultura. De incultura. De desconocimiento. Los bachilleres no estudian una época de nuestra historia en los colegios, sino una fantasía, un currículum patrio hinchado, fanfarrón, inventado, lleno de másteres en concordia que no hemos aprobado nunca.

Por ejemplo. En los útimos años el Tribunal Europeo de Derechos Humanos nos ha multado repetidas veces por toturas en nuestras cárceles. Curiosamente, el tratamiento que se le ha dado a estas sentencias en los medios ha sido de noticia menor. La palabra tortura no vende en los titulares. No encaja en la idea que tenemos de nosotros mismos. Nos incomoda, mientras nos llenamos la boca de términos como dictadura, presos políticos y violencia estatal cuando miramos a Venezuela o a otros lugares que no hemos visitado nunca.

El engorde mentiroso de las listas de militantes del PP, ya se ha dicho, es cosa venial. No hace demasiado daño a nadie. Pero nos retrata. Somos los maestros del autoengaño. Patriotas de una patria de cartón piedra. Ay, mentiras de España.

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