Rosas y espinas

Otoño caliente

Todos nuestros partidos políticos, nuestros medios de comunicación, nuestros taberneros y nuestros politólogos coinciden en que vamos a vivir un otoño caliente. La predicción es tan unánime que parece científica. O peor aun --por más empírica--, trágicamente shakespereana. No podemos luchar contra nuestro destino, o sea, contra nuestro otoño caliente.

Lo primero que piensa el español medio, ante tan sesudo augurio político y mediático, es que si el otoño viene caliente a lo mejor no nos electrocutamos al mirar el recibo de la calefacción. Angélico error. Pronto la subida eléctrica de agosto nos sacará de preocupaciones. Somos un país tan igualitario que ya sale igual de caro morirse de calor que de frío.

Cual predicción meteorológica de cabrero mirando al cielo, el advenimiento del otoño caliente es irrefrenable y macbethiano. Todos se preparan para el ultra profetizado otoño caliente, como Noé se preparaba para el diluvio. Partidos religiosos y ateos comulgan en una unívoca fe: la inevitabilidad ontológica del otoño caliente. La octava plaga bíblica. O, en este caso, la enésima plaga nacional-católica (con todos mis toledanos respetos hacia todas las religiones, posturas sexuales y supersticiones, no sea que me entrullen como a Willy).

Nadie sabe cómo frenar el otoño caliente, a pesar de la exquisita educación que nuestros cachorros democráticos de hoy recibieron de los modélicos padres de la Constitución, tan pacifistas y concordantes.  Aquellos padres constitucionales fueron Manuel Fraga —ministro franquista—, José Pedro Perez Llorca --accionista de Kuwait Petroleum—, Gabriel Cisneros —redactor de los discursos de Carlos Arias Navarro—, Miquel Roca --futuro abogado de la señora de Urdangarín-- y otros tres. Por si nadie se acordaba, estos sí que sabían enfriar los otoños y casi todas las estaciones.

Por decir algo positivo de nuestra actual clase política, recordar que ninguno de los cuatro grandes partidos llevaba en su programa electoral el compromiso o la magia de enfriar otoños calientes.

Se plantea uno la duda de si sería más o menos amenazante, para el ciudadano medio, que se nos augurara un otoño frío. O gélido. O bochornoso. Todas las temperaturas suenan malas en otoño. Y parece ser que el presente de España es solo cuestión de temperatura.

Porque nadie habla de un otoño dialogante, de un otoño de meditación, de un otoño conciliador, de un otoño algo nuevo. Con todo lo que significan, los poetas han adjetivado mejor a los otoños que cualquier político: "C'est pas vilain, les fleurs d'automne".

En resumen. Diestros y siniestros hemos elegido a unos representantes incapaces de ofrecernos otro futuro que un otoño caliente. Ninguno articula un atisbo de esperanza, un pequeño brote de soluciones o una fórmula factible para la comprensión mutua. Nace muerto el otoño, si hacemos caso de los meteorólogos del Congreso.

Mientras ellos se ponen calenturientos, nosotros empezamos a pegarnos por la calles, y hasta unos lacitos amarillos se nos vuelven cruentas armas arrojadizas, tan peligrosas como una bomba de racimo. Las bicicletas son para el verano, ya se sabe, pero el otoño parece estación de pedalear en tanque, según escuchamos. Para las próximas elecciones, por favor, que los candidatos incluyan en sus programas alguna medida esperanzadora contra los otoños. Tan inexorables.

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