Nuestra televisión pública no considera ya necesario calificar a Vox como partido de extrema derecha. Así lo ha refrendado la administradora de RTVE, Rosa María Mateo, en respuesta parlamentaria al diputado abascaliano Manuel Mariscal: "Una vez que ese partido es conocido por la audiencia, sobran las etiquetas", dicen los gurús de la caja tonta.
Van a llevar razón. Pero, por esa regla de tres, tampoco se le podría llamar socialista al PSOE, y no digamos nada de la etiqueta de centro-derecha que a veces han colgado amablemente al trifachito de PP, Cs y Vox. Con los partidos nacionalistas o independentistas --los indepes, incluso-- no nos andamos con tantos miramientos: son los malos. Se salva de calificativos Ciudadanos, pues ha dado tantos bandazos que ya no se saben etiquetar ni ellos mismos.
No es casualidad que la pregunta parlamentaria fuera elevada por Mariscal, un veinteañero que, con un gasto de 2.000 euros, fue capaz de montar todo el tinglado propagandístico en las redes para que Vox colectara 400.000 votos en su puesta de largo en Andalucía. También fue el inspirador del vídeo viral de Abascal y sus abascalitos a caballo, una estética de la que todos nos reímos mucho pero que funcionó de maravilla en las urnas y en la captación de afiliados y legionarios caballeros.
Hasta hace nada, los decoradores y tuneadores de nuestra modélica transición se habían ufanado mucho del hecho de que no hubiera extrema derecha en España, y ahora que la hay no quieren llamarla por su nombre. A los españoles siempre se nos ha dado muy bien eso de eufemizarnos a nosotros mismos.
Lo de Vox es admirable. En dos días, han pasado de calificar de violadoras a las Trece Rosas a ofenderse de que les digan extrema derecha en la tele. Eso es abarcar un gran espectro electoral: el del franquismo sociológico, ese tan discreto en público pero tan gallardo en privado, tan ultracatólico e inquisidor que desprecia y denigra lo que no entiende, y que no quiere ni puede entender casi nada.
Los baristas y restauradores demoscópicos nos quieren hacer creer todo el rato que lo de Abascal es capullo de una sola primavera, que se difuminará echando el mismo humo con que explotó, dejando solo el vago aroma de la nada. Sin embargo, el otro día el pabellón de Vista Alegre estaba abarrotado de señores con marciales bigotillos y presuntas marquesas de pelo azul. Al contrario que las extremas derechas europeas, la española de Vox ha reunido a la clientela más sabrosa del mercado, a la milla de oro del electorado español: los abuelos y los nietos de los que hicieron mucho dinero durante el franquismo. Esa es una fuerza que poca gente se ha parado a analizar antes de vaticinar la fugacidad del proyecto Vox. Y, además, es un electorado y un afiliado que, si se siente cómodo en la nostalgia proactiva y difusa de Abascal, nunca se moverá de ahí. Y en ese cáliz depositará sus generosos y tintineantes óbolos, que es de lo que se trata.
Si uno se para a pensarlo, en toda Europa los movimientos ultra fueron considerados al principio rarezas distópicas de escaso futuro, y tardaron en dispararse en las urnas ayudados por esa normalización tácita. Después ya sabemos lo que sucedió: Marine Le Pen estuvo a punto de conquistar la República Francesa, la de la égalité, la liberté y la fraternité esas. Por poner solo un ejemplo cercano a la Bastilla y a una ancianísima revolución.
Sospecho que también Vox está aquí para quedarse. Violando la memoria de las Rosas, escrachando lutos por mujeres asesinadas, intoxicando los informativos pero, eso sí, no dejándose llamar extrema derecha ni ultraderecha ni neofascismo, que son palabras muy feas que los niños no debemos pronunciar. Amén, angelitos.
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