Rosas y espinas

Elogio de los que no saben

Si algo ha demostrado esta pandemia, es que solo se puede fiar uno de los que no saben. De aquellos a los que se les pide su opinión, y te responden que no saben. Son unos seres algo abstractos, preferentemente bellos, con los párpados algo caídos y un no sé qué de triste languidez que se callan ante las voces, ante las teorías, ante las diatribas, ante los tuits, ante los aplausos y ante las caceroladas. Son como de otro mundo. Les abordan los millones de cuñaos con sus estadísticas y sus diccionarios, con sus voces estridentes y sus golpes en la mesa, con sus sujétame el cubata y sus zapatones, y ellos se quedan impasibles e imposibles y te dicen que no saben. Que solo sé que no sé nada. Y los blandidores de verdades se rascan la tripa satisfechos y piensan para sí: pobrecito; qué pringao.

Los que saben desprecian a los que no saben, pero desconocen que los que no saben aun los desprecian más a ellos, aunque con mucha más cortesía, mucho más amor, mucha más empatía y menos vocinglerío barato. Los que saben, además, escupen más que hablan, pues eso ocurre siempre que levantas la voz, y su aspersor dialéctico provoca que propaguen más este coronavirus a través de su saliva tan sapiente como aerosólica. Si los que saben se estuvieran más callados, o quizá menos hablantes, y escribieran sus opiniones en vez de vociferarlas, seguramente esta primavera fuera una estación más aceptable y menos vírica. Aunque no sé.

A mí, los que saben me tienen un poco harto. Busco la compañía de los que no saben con mucha candidez epidemiológica, pero somos tan pocos que me suelo quedar solo en mi rincón, oyendo soluciones, datos, cifras y tinglados intelectuales que ya nos podían haber explicado antes.

No hablo de políticos o de estrellas mediáticas, sino de amigos, familiares, compañeros, vecinos, novias, amantes, mascotas y otros seres epidérmicos a tu cotidianeidad.

La frase más repetida que he escuchado estos días es: "Yo no soy epidemiólogo, pero...". Es construcción iniciática que tanto se le puede escuchar a eminencias como a lacayos, a viejas como a púberes, a policías como a ladrones, a sacerdotes y blasfemos, a costureras y descosidos, a juezas y reos, a activos y pasivos, a médicos y enfermos, a zagueros y rematadores, a ursulinas y satánicas.

Son esos que te recuerdan una y otra vez, salvando la distancia generacional, que el Apolo 13 no se hubiera desintegrado en el firmamento si el conductor hubiera comprobado bien la presión de los neumáticos de la nave en el taller de su pueblo, que son muy cabalitos. Son los que largan sin despeinarse una sola terminación sináptica, una neurona. Los que tienen más lengua que inteligencia. Los reyes absolutistas de la conversación.

Uno, que es de torpe condición, busca en estos días la compañía silente de los que no saben. Parece mentira que ahora, que estamos más encerrados y solitarios que nunca, no podamos huir de la estridencia constante de esta entropía de sapiencias mutantes e infinitas como un virus.

Ahora se debate mucho sobre si ha de ser el Estado, las autonomías, la corona, las provincias, Franco, las comarcas, los pangolines o los municipios los que deben de asumir el generalato en esta crisis. Tenemos más opiniones que miedo. Más aullidos que incertezas. Más cojones que espermatozoides. Más sujetador que tetas.

Parece mentira que tanta ciencia, tanto libro, tanto laboratorio, tanta red social y tanta universalización del saber wikipédico nos haya arrebatado ese dolce far niente (y todo) que es la duda. Si hoy le hablas a alguien de Descartes, arroja unos naipes al tapete y te contesta con mucha autoridad:

--A mí dame tres.

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