Rosas y espinas

Caza al maricón

Tenía que pasar y ya iba tardando. La homofobia como argumento de descalificación política ha llegado al Congreso de los Diputados. La caza del rojo de mierda y del artista ha regresado a las calles, y hasta una horda de fascistas ha irrumpido en un domicilio particular para arrancar una bandera republicana y darle una paliza al que ondeó en su balcón tamaña irresponsabilidad patriótica. No digo que estas cosas no pasaran antes de la irrupción de Vox, y quizá ni siquiera se hayan multiplicado. Pero ahora se acometen con un orgullo de casta, de clase, de causa, que antes se percibía menos. Son misioneros que defienden una visión de España y una moral (con perdón) ya legitimada en las urnas. Se consideran servidores de una causa superior. Y la defienden como siempre han sabido defenderla: a voces y a hostias. José Antonio vive.

Ahora que habita el ojo del huracán por el mortadeliano asunto guardiacivilero de los ceses y de los informes, Fernando Grande-Marlaska vuelve a escuchar alusiones más o menos veladas a su condición gay. Está aun fresco el eco de las voces que el ministro intercambió el mes pasado con la diputada ultravoxera Macarena Olona: "Siempre que me preguntan hacen referencia a mi orientación sexual, no sé si tienen alguna fijación al respecto". Pues claro que tienen una fijación, sagaz ministro.  Para ellos la homosexualidad solo tiene cabida en la tenebrosidad de los conventos, los seminarios y los colegios de curas. Como algo invisible y, por supuesto, inconfesable. No se habla de eso jamás en los salones. Creo que además es pecado.

Lo cual que la España regresiva ha salido fuerte a las calles y cada vez con menos complejos y más músculo. No extrañaría que, en ciertos barrios, incluso regresara la moda de los cadeneros, aquellos patriotas engominados del tardofranquismo y la transición que agredían a maricones y feministas con sus aceros macho. Es el problema de haber ocultado púdicamente nuestra propia historia en los planes de estudio: que estamos condenados a repetirla. Y la estamos empezando a repetir demasiado bien. Hay en el ambiente social espectros políticos que nos parecían irresucitables, y que hoy, de una forma u otra, influyen y hasta medio gobiernan.

Dicen casi todas las encuestas que Vox se desinfla, que se marchita en su propia estridencia, y yo, que soy hombre de acera y escucho lo que habla la gente, no me lo creo del todo. Las encuestas siempre han infravalorado a Vox. Como los científicos también infravaloraron la agresividad del corona. El problema no es el número de votos y diputados que vaya a obtener Vox. Lo inquietante es que su discurso y sus formas hayan germinado tan hondo en la intimidad ideológica de tantos españoles.

El hecho de que en el Congreso se escuchen otra vez bromitas y descalificaciones a tal diputado por maricón o la cual ministra por lesbiana nos da idea de hasta qué punto hemos infantilizado nuestra vida política. Cosas que aceptamos hoy en San Jerónimo nos avergonzaría escucharlas en el patio de un colegio. Es la España post-almodovariana que sueña con retornar a Marcelino pan y vino (que, por cierto, sigue siendo una película estupenda, señor Vadja).

El caso es que aquí, con serias sospechas de que un ministro pueda haber pecado de injerencia contra la independencia judicial, lo esencial para algunos es que el hombre sea o no maricón, pues ya se sabe que la injerencia de un invertido es más injerencia que cualquier otra (lo de invertido no es mío: es de ellos). ¿Es que nunca podremos huir de vuestro eterno y vergonzante siglo XX?

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