Rosas y espinas

Abascal somos todos

Abascal somos todos
El líder de Vox, Santiago Abascal, a su llegada a la playa de El Tarajal en Ceuta este miércoles.- EFE

Dicen nuestros medios de derechas (o sea, casi todos) que el asunto de Ceuta es más político que otra cosa. Que Mohamed VI le ha dicho a los marroquíes que se lancen a las aguas procelosas del Mediterráneo como quien retira a un embajador. Federico Jiménez Losantos, luminaria intelectual del bien decir y hacer, lo deja cristalino hoy en El Mundo: "Sólo los lerdos de Televisión Espantosa pueden seguir diciendo que huyen de la miseria. Pues son los miserables marroquíes más robustos y mejor alimentados que se han visto desde que existen el reino y la dinastía alauita".

O sea, que han venido un montón de millonarios y clases medias marroquíes en flotador de patito a invadir nuestras fronteras.

Pues la solución es clara, Felipe VI.

Lance usted a Ana Patricia Botín, a Luis Bárcenas, a Kike Sarasola, a Goirigolzarri, a Florentino Pérez y a Antonio García Ferreras al Mediterráneo, póngalos a nadar e invadir en patito las costas marroquíes, y ya verá, majestad, cómo el moro se acojona.

Marruecos es nuestro reino hermano, según Juan Carlos I, Felipe González, José María Aznar y etcétera. La vieja guardia de corps de nuestro régimen democrático y del ya tristemente fallecido monarca Hassan II. Ni España ni Europa, jamás, han afeado al país africano la sistemática violación de derechos humanos. Al fin y al cabo, es desde hace décadas un protectorado en la sombra de los EEUU, y ya sabe, señorito, que uno se cuida mucho de no ofender al patrón. Ni siquiera cuando las víctimas de régimen son nuestras.

Recuerdo el asesinato del periodista y compañero de El Mundo José Luis Perceval en 2002. A Perceval lo apuñalaron en su casa una noche de febrero. No era la primera vez que sucedía. Cinco años antes ya había salvado la vida milagrosamente. Malherido, aquella primera vez logró pedir ayuda y los sicarios no pudieron completar su misión. Tiempo antes, el periodista zaragozano había puesto en evidencia al entonces presidente José Luis Rodríguez Zapatero, que en visita oficial a Rabat tuvo que escuchar en rueda de prensa las protestas del corresponsal por las terribles condiciones en que nuestros periodistas desarrollaban su trabajo allí. ZP se ruborizó un poco durante el mal trago, pero creo que aquel enrojecimiento facial fue el más enérgico gesto de la diplomacia española respecto al asunto.

Tras el asesinato de Perceval, ni la prensa ni la Policía españolas pusieron excesivo énfasis en investigar el crimen. Los compañeros periodistas escribieron una hermosa carta en El País en la que, además de los habituales ditirambos, expresaron su deseo de que "el crimen execrable que terminó con su vida no perturbe las ya delicadas relaciones entre nuestros dos países. Su deseo fue siempre, como el de todos nosotros, que pasemos página y reemprendamos el camino juntos, marroquíes y españoles". Y vaya si se pasó página. Supongo que estas pusilánimes palabras fueron inspiradas tanto por el miedo como por algún ministro de Exteriores español, no fuéramos a ofender al tirano.

La Policía marroquí detuvo a dos jóvenes, ya imagináis, y a los compañeros nos llegaban vaporosos rumores sobre supuestas motivaciones sexuales del asesinato. Qué gran amante debió de ser nuestro caro Perceval, pues no es tan habitual sufrir un crimen pasional cada cinco años. Eso solo lo consiguen los campeones. Que Venus Calipigia lo tenga en su gloria.

Estuve muchas veces en Marruecos, como periodista y como viajero (soy de Paul Bowles, jamás turista). Traje de allí hermosas historietas de abuelete con las que no os voy a aburrir: intimidaciones, persecuciones de la Policía secreta (el cooperante José Palazón al volante, despistándolos a 160 por hora por un camino terrero en las proximidades del monte Gurugú) y muchas cosas raras e inquietantes.

Haciendo la ruta del Rif en coche, por placer, me detuve en un lujoso hotel de Xaouen de cuyo nombre no quiero acordarme. Al regresar de mi primera cena en la ciudad azul, la habitación estaba impúdicamente revuelta (y, por una vez, no había sido yo). Al ir a denunciarlo a recepción, un tipo que tenía cara de todo menos de recepcionista me miró durante un rato y, al cabo de largos segundos, me preguntó:

--¿No es amigo usted de Ali Lmrabet?

Me di por enterado. Lmrabet era entonces uno de los periodistas más perseguidos del país. Subí a mi habitación, digno y muy calladito, y me bebí un par de whiskies, que era lo menos que podía hacer en pro de la libertad de prensa.

Nos dicen los informes de desarrollo humano de la ONU que la tasa de mortalidad infantil de menores de 5 años en Marruecos multiplica por ocho la española. Y que apenas un tercio de los adolescentes marroquíes tienen acceso a la educación secundaria. Quizá este par de datos expliquen un poco la querencia de nuestros vecinos por el juvenil turismo de flotador que se está observando estos días.

Las enérgicas soluciones españolas a la avalancha son divertidamente excéntricas, sino fuera por la tragedia cotidiana del Estrecho. Hay quien pide a Felipe VI que levante el teléfono y le grite a Mohamed VI que nos deje de arrojar morería, que para eso llevamos el mismo apellido, primo. Santiago Abascal, siempre en vanguardia de la defensa de los derechos humanos, pide directamente a Pedro Sánchez que mande el Ejército a aplastar a los pateros. Y no va descaminado. Porque el gobierno español no ha enviado a las playas a enfermeros y médicos para tratar a estos niños. Ha mandado al ejército. O sea que, españoles, por mucho que nos avergüence reconocerlo, Santiago Abascal, esta vez, somos todos.

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