Rosas y espinas

Policía enemiga

Policía enemiga
Piquete unitario en Gran Vía. Huelga General en Madrid. Imagen de archivo.- flickr

Ya os he contado aquí, alguna vez, que he sido detenido varias veces por diversas razones. Todas justificables. Una de las más entretenidas fue cuando me intenté colar en la habitación del etarra Iñaki de Juana Chaos, en el hospital 12 de Octubre de Madrid. Yo estaba allí para informar sobre las medidas de seguridad y lo que fuera, pero tuve un curioso encuentro mientras intentaba conocer (era, claro, secreto) en qué habitación se recuperaba el famélico huelguista.

- ¿Es usted de la prensa?

Que me delataran la libretilla y el bolígrafo con que tomaba notas me dio idea de lo poco que escribe la gente. El hombrecillo que me observaba sonriente desde su escasa estatura era de mediana edad, si eso significa algo, y tenía trazas de personaje travieso dibujado por Ibáñez. El locuaz dibujo animado me informó de que él era habitual de psiquiatría, pero que estaba allí porque había sufrido una apendicitis, una enfermedad de crío a mi edad, mire usted, se rio desde sus labios bosquejados. También se ofreció a acompañarme al lugar donde reposaba De Juana, sin que yo hubiera revelado en ningún momento el objetivo de mi visita.

Desde que leí mi primer tebeo, siempre supe que los dibujos saben mucho más de nosotros que nosotros mismos. Además, el hecho de que fuera un habitual de psiquiatría me daba confianza: hay que ser muy sabio para que esta sociedad te interne en un psiquiátrico. Así que le seguí.

Se despidió de mí ante una puerta abierta, sin seguridad aparente, que daba a un pasillo de menos de diez metros flanqueado por puertas cerradas y se perdió entre doctores, enfermeras y cadáveres inminentes hacia el olvido.

El pasillo donde presuntamente reposaba el etarra, insisto, estaba expedito, como dirían los horteras. Ni siquiera había nadie en la garita de entrada. Así que, siguiendo la más antigua regla del periodismo, me metí donde no debía.

La lluvia de hostias descargó antes de que diera tres pasos. Mientras unos me golpeaban, otros palpaban mis bolsillos y sacaban lo duro: dos teléfonos, dos grabadoras, pistola ninguna. Cuando estuve lo suficiente reblandecido para entrar en cocción, me levantaron, me dejaron identificarme y llamaron al periódico. Mientras esperábamos, me sentaron al lado de un policía grandón y arrubiado con aspecto de vaquero gallego que ha perdido la vaquería por la crisis, por cualquier crisis. Tras minutos de silencio se volvió hacia mí:

-¿Y no está usted demasiado mayor para seguir haciendo estas tonterías?

Le dije que no con la cabeza y una sonrisa y se desentendió de mí. En el periódico se montó gran revuelo cuando conté la historia. Querían poner una denuncia por brutalidad policial, que es cosa que da mucho lustre izquierdista a los periódicos de derechas y, como gobernaba Zapatero, miel sobre hojuelas.

Yo dije que ni de coña. Los policías habían ejecutado perfectamente su trabajo. Además, le dije a mi querido ex jefe Agustín Pery, me habían golpeado con rotundidad pero con bastante delicadeza, no como los policías franceses, que cuando me pillaron metiéndome donde no debía también por temas de ETA, me fostiaron con un salvajismo impropio de quien ha leído a Marcel Proust.

También ya he contado aquí la extraña detención que me hizo amigo de dos guardias civiles (Trujillo) a quienes acabé regalando mis novelas negras, que, por cierto, les encantaron, desdeñosos lectores.

Desde mi adolescencia tardofranquista, cuando seguramente coincidí corriendo delante de los grises que ya no existían con Toni Cantó y Esperanza Aguirre, había ido percibiendo una suavización o mimosización de la violencia gratuita policial. Salvo en Euskadi, por supuesto, por razones obvias.

Fue a partir del 15-M, con las cargas de UIPs ordenadas por la ladrona cosmética Cristina Cifuentes, a la sazón delegada del Gobierno de Rajoy en Madrid, cuando empecé a percibir otra vez a nuestros policías en general como perros azuzados. Y que me perdonen todos los buenos policías que aun me llaman y me quieren y me cuidan. Y ya el delirio se desató tras el 1-O catalán, durante el que directamente se decretó la bestialización policial contra el pueblo.

Hoy, que ya estoy viejo y enfermo y con muy escasa aptitud para delinquir sin gozar de guante blanco, cada vez que veo a un policía acercándoseme revivo el miedo cerval que poseía a Pepe Carvalho cuando cruzaba delante de Vía Laietana en Barcelona. La llegada de Vox, quizá o no, ha agravado las cosas. Que Jusapol haya eclipsado al viejo y gastado SUP es síntoma de este retroceso del diálogo a la porra.

Este pasado mes de febrero, el Ministerio de Interior eliminó las pruebas de ortografía para acceder a la Policía Nacional. Antes, había reducido el corte a un 3/10 porque ningún aspirante aprobaba. Dentro de poco, les exigirán un certificado de analfabetismo expedido por Santi Abascal en la Universidad Rey Juan Carlos.

Cuento todas estas batallas de abuelete porque, en estos días, una jueza ha imputado alegremente a cuatro periodistas por denunciar una agresión policial en Vallekas. Fue el 7 de abril de 2021 cuando Guillermo Martínez (El Salto) fue agredido por un agente mientras cubría un mitin (casualidad) de Vox. Están grabadas las agresiones, y otros tres periodistas avalan la versión del saltero. Pero han sido acusados de falso testimonio, a pesar de las evidencias.

Todos los días, recibo a través de las redes imágenes de cargas policiales contra gente pacífica, siempre de izquierdas. Todos los días, insisto. Y yo lo que demando es una policía bien pagada (que no lo está para su responsabilidad), bien protegida (que tampoco) y bien formada, que es lo que nos interesa como democracia. Y que, coño, aprendan ortografía. Sobre todo ortografía, que es el antídoto más eficaz contra la violencia.

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