Mala semana para la literatura. Han muerto Rosa Regás y Pascual García Arano, dos escritores totalmente distintos pero a los que unía un mismo objetivo: la disidencia. "Sin coraje ni ideología no hay arte verdadero, ni la literatura es literatura", escribió la catalana. "Es mejor tener finales, bonitos finales, sobre todo cuando son los tuyos. Por muchas tomateras y semillas de maría que plantes, si no hay amor ni empatía no hay nada que hacer", dice un personaje del navarro en su Delincuenciario.
Con Rosa Regás conversé solo una vez, hace ya mucho tiempo, creo recordar que en La Barceloneta, en una de esas deliciosas ferias que nos montan a los escritores para que nos sintamos queridos, al menos, por otros escritores. Hablamos solo de perdedores. Rosa amaba a los perdedores y ella misma se reivindicaba como pertinaz perdedora. Luego comprobé que abordaba el asunto de la derrota también en numerosas entrevistas. Hija de la guerra civil y padres republicanos (él acabó en un campo de concentración), destilaba una sincera alegría por el hecho de haber nacido perdedora. "Pase lo que pase, yo siempre voy a ser una perdedora", me vino más o menos a decir. Y yo le respondí que prefería ser maldito, un poeta maldito, y se enfadó mucho cordialmente. "El maldito es un egoísta metido en su burbuja; el perdedor sí que puede entender a los demás". Espero que mi memoria lejana no esté traicionando su pensamiento.
Con Pascual García Arano, maldito y perdedor simultáneo, tengo veinticinco años de recuerdos. Fue una de las personas que más me llenó en esta vida. Nos conocimos en El Mundo, peleando contra Pedro Jota y sus huestes en aquellos tiempos en que a los periodistas de base se nos permitía pelear. Al poco de que Ágatha Ruiz de la Prada mandara colocar una alfombra de colorines en el despacho del director, Paski la quemó con un cigarro mal apagado. O eso contaba como hazaña, como venganza un poco boba de los de abajo contra el poder. No sé si sería cierto. Nunca te fíes de la veracidad de un poeta, y menos si además es periodista.
Paski escribió siempre de perdedores. Más de un entrevistador le calificó alguna vez de nihilista, y él respondió que los únicos nihilistas a los que conocía eran los de El Gran Lewobsky, una de sus películas favoritas. De hecho, él mismo se daba cierto aire con El Nota en su aparente pasotismo de fumeta cachondo e inteligente, en su encanto inclasificable de tipo duro al que se le adivinan las costuras de lo tierno por todas partes.
A principios de milenio (qué viejos somos) me pasó el mecanoescrito de la que sería su primera novela, Carta de ajuste, para que le echara un vistazo antes de buscar editor. La novela va de un bar y las novelas de bares solo hablan de perdedores, como todos sabéis. Pero a diferencia de los de Bukowsky, por ejemplo, los perdedores de García Arano te dan ganas a ti de hacerte perdedor, de ser como ellos para que te quieran o desquieran, de compartir vasos sucios de whisky cutre en el bar Tolomé.
Hacer libros alegres sobre perdedores tristes no es tarea fácil. Mi preferido es Radio Paraíso, una colección de relatos cortos en los que es imposible descifrar de dónde sale tanto humor. A ver si me sé explicar. Es como si el humor fuera un gas de la risa transparente que emana de la tinta, porque no está en las palabras, ni en la sintaxis ni en nada que tenga que ver con la literatura. Está en el olor del papel, quizá. Pero compartes unas risas felices con un montón de perdedores, y se te hace la vida paradoja.
Nunca imaginé que Paski dejaría de escribir sobre perdedores algún día, pero hace un par de meses me mandó la primera versión de su nueva novela y luego quedamos en su casa con una botella de Johnnie Walker, cual era nuestra costumbre. Yo le reproché que el gran Pascual García Arano no podía publicar una novela con final feliz. Él se defendió con sabios argumentos que no me convencieron en absoluto, y yo le respondí que le iba a pasar lo mismo que a Raymond Chandler. A Chandler no se le ocurrió barbaridad más grande que casar al duro y solitario Philip Marlowe en la novela Poodle Springs. Semejante blasfemia no podía quedar indemne y las musas del hard boiled mataron al escritor antes de que terminara el libro. Paski no quiso cambiar su final y mi profecía chandleriana se cumplió, y ahora me he quedado tremendamente solo. Ni siquiera tuve fuerzas para viajar a Navarra a tirar sus cenizas a contraviento, como en El Gran Lewobsky.
Adiós Paski, adiós Rosa. Hasta la nada.
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