Ruido de fondo

Bolonia: un cuento chino

Si estamos construyendo una Europa sin fronteras políticas o económicas, es razonable incluir en esa idea a la Universidad y reformar las legislaciones nacionales para crear un Espacio Europeo de Estudios Superiores. Una Universidad común. Este es el espíritu que alienta el llamado Plan Bolonia. Nadie, ni siquiera los estudiantes catalanes —los únicos que no parecen estar narcotizados—, se opone a este principio. Las divergencias no vienen de aquí, por más que la ministra y algunos profesores se pregunten paternalistas cómo es posible resistirse a una idea tan hermosa, que además facilita la movilidad entre universidades. Pero los estudiantes no están en contra de la teoría. Además, ya se pueden mover con las becas Erasmus. Y el que tenga un padre con pasta siempre podrá cursar lo que quiera en el país que le dé la gana. El Plan Bolonia simplifica la burocracia, sí, pero no cambia eso ni facilita la movilidad del profesorado, de la que no se suele hablar, por cierto. Para un profesor de la Universidad de Sevilla seguirá siendo más fácil trasladarse a Columbia University que a la Pompeu Fabra. Las divergencias con Bolonia no se producen en los principios, sino en la aplicación práctica de esas ideas tan hermosas: Bolonia hace de la Universidad europea un lugar que favorece los saberes rentables y útiles para el mercado. El conocimiento mal llamado inútil, todo aquello que no sirve para encontrar empleo inmediato, aquellas disciplinas que no resultan atractivas a la empresa privada, las humanidades que no han logrado disfrazarse de ciencias experimentales, son marginadas en esta nueva universidad a la espera de su extinción definitiva. 

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