Ruido de fondo

Mi experiencia con la boina

Fui mucho tiempo inmigrante en Estados Unidos y llevaba boina por la calle. Pero no a la manera del Che Guevara, que queda muy guerrillero y molón. No. Llevaba boina a la manera de mi abuelo. Como un auténtico cateto. Me habría fastidiado que el Ayuntamiento de Stony Brook o de Port Jefferson, o de Wateville, o de Columbia, los municipios donde viví aquellos años, hubieran prohibido el uso de la boina en los espacios públicos. Si las universidades en las que trabajé entonces no me hubieran permitido entrar en clase con ella por considerarla denigrante e incompatible con mi dignidad de persona, me hubiese ofendido. Habría pensado que aquella limitación demostraba una vez más la arrogancia estadounidense.

Yo no llevaba boina por razones estéticas. La boina no es una prenda que me guste especialmente y además a mí me sientan fatal los tocados. La llevaba por motivos sentimentales e ideológicos. Me la había comprado en la Plaza Mayor de Madrid y le tenía cariño. Llevarla encima era una manera de no cortar el cordón umbilical con mi ciudad, con mi cultura. La llevaba también como reacción a la cap estadounidense, esas gorras con visera tan populares allí. Llevar boina era una forma de resistencia frente al imperialismo de lo genuinamente americano. Una reivindicación cultural.

Pero como mis compañeras me repetían que estaba muy feo con boina, terminé por dejarla en casa. Pero si un grupo de políticos descerebrados hubiera legislado contra mi manera de vestir prohibiendo las boinas, pero no las caps, los verdugos o los gorros de montaña, hubiera sacrificado mi sex-appeal y habría hecho de la boina mi bandera.

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