Ruido de fondo

Estoy en contra de la libertad

De todos los argumentos empleados en la polémica sobre los toros, el más tramposo es el de la libertad. Estamos a favor de que existan las corridas —vienen a decir quienes recurren a él— para que cada cual elija si asistir a ellas o no.

El argumento es irrebatible cuando se trata de decisiones que sólo afectan a los adultos que las toman. Yo mismo lo utilizo cuando defiendo la despenalización de la venta y del consumo de drogas. Como María Dolores de Cospedal con la tauromaquia, yo también pienso que las sustancias psicotrópicas y estupefacientes no deberían estar prohibidas. Convenientemente informados de sus efectos y contraindicaciones, como sucede con los supositorios de penicilina, cada adulto es libre de tomarlas o no. Y lo mismo puede decirse de la prostitución no asociada a la trata de mujeres. ¿Qué tiene que decir el Estado —salvo reclamar el IVA correspondiente— cuando dos adultos deciden sin coacciones (subrayo lo de sin coacciones) una transacción de sexo a cambio de dinero?

Pero en el caso de los toros el argumento es insostenible. El ejercicio del derecho a presenciar corridas implica el sufrimiento de un tercero. La discusión es si ese tercero tiene derecho a que no se le claven banderillas. Porque nadie, ni los partidarios del toreo, niegan el padecimiento del animal. Lo que hacen es situarlo en un nivel de importancia inferior al de la belleza o al de la tradición cultural. Los taurinos no lo son por la sangre, sino a pesar de ella.

El argumento de la libertad justifica el lanzamiento de la cabra por el campanario de Manganeses de la Polvorosa, la decapitación de pollos por los jinetes de Nalda y la posesión de armas en los Estados Unidos.

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