Lloviendo piedras

No sabíamos lo que nadie podía negar

postNaomi Klein recoge en su libro La doctrina del shock esta frase atribuyéndola al pueblo Argentino. Dice la autora que es un dicho popular, una afirmación recurrente de un pueblo que no alcanza a explicarse que en las zonas residenciales de sus grandes ciudades, en los mismos sótanos de sus galerías comerciales, se establecieran las sedes del terror de la dictadura, allí, en sus mismas narices, mientras la mayoría continuaba su vida cotidiana, sin ver, sin oír, sin saber lo que nadie podía negar.

Esta ceguera oportuna y cómplice resulta recurrente a lo largo de la historia de la humanidad, la vida cotidiana se desarrolla con aparente normalidad, mientras una minoría protagoniza hecho tras hecho la suma de sucesos que conforman la historia, que definen la naturaleza de una sociedad en un tiempo determinado.

Solemos comprender a la gente que no actuó, a quienes guardaron silencio, pensamos que el miedo (dispositivo que sustenta los horrores de la humanidad), les impedía luchar contra la injusticia, pero una vez que se abre la caja de pandora, ya no nos valen excusas; o condenas los horrores con rotundidad o te conviertes en cómplice del genocidio de turno.

Salvando las distancias, una cosa parecida debería suceder con la corrupción. En el momento que salta a la palestra las noticias de cajas b, sobres negros, y generosas donaciones de honorables licitadores de obras públicas, alguien podría decir: no tenía constancia, no lo autoricé, no lo conocía; o argumentarse (con menos credibilidad) que no se hacían preguntas sobre el origen de ciertos fondos. Lo que no debería aceptarse socialmente es negar la evidencia y arremeter contra los corruptos confesos tratando de ocultar la cabeza como un avestruz a la espera de que la tormenta de la opinión pública pase de largo.

Si en lugar de expolio de dinero público en favor de los intereses políticos o económicos de una minoría, siguiéramos hablando de atrocidades violentas antidemocráticas, cualquiera que no se pusiera al frente de la búsqueda de la verdad, quien no exigiera justicia y reparación, sería tachado de cómplice de la barbarie, sin paliativos, sin concesiones, ¿por qué no sucede con la corrupción?, ¿por qué no decimos alto y claro que quien intenta librarse de su responsabilidad confiando en que la justicia sea capaz de probar lo que vive en las sombras del sistema corrupto, evitando así asumir su responsabilidad política y las consecuencias que ésta tenga sólo puede responder a una honda complicidad con los hechos denunciados?

Quizá porque el robo nos parece menos inhumano que la tortura y el asesinato de opositores, quizá porque el expolio de lo público no se relaciona con el sufrimiento humano, y sin embargo, hay una relación directa entre la corrupción, la ruina económica de un país y la imposición de ajustes sociales que generan hondo sufrimiento humano, más lento y silencioso que las dictaduras genocidas, pero no menos efectivo en la eliminación de la justicia social y la democracia.

Ni la corrupción es un problema de moralidad individual, ni la crueldad de las dictaduras se deriva de las locuras de sus dirigentes. Ambos son sistemas de gobierno, y quienes no quieran formar parte de ellos, están obligados a combatirlos.
Perseguir a corruptos y corruptores, recuperar los fondos públicos que han sido esquilmados a la población y tomar las decisiones políticas para que no se vuelva a producir el expolio y la ruptura de la confianza de la sociedad en sus dirigentes, es el único camino para quienes no sean, y no quieran ser, parte del problema.

Esto es lo que debería anunciar el presidente en su comparecencia ante el parlamento, que ni es ni quiere ser parte del problema. Sin embargo, adelantan los medios, que Rajoy hablará de la situación económica del país, y de una ley de transparencia que inicia su tramitación con discusiones a puerta cerrada, curiosa forma de hacer trasparente la gestión pública.

La justificación de la línea de discurso elegida parece que se basa en la premisa de considerar las acusaciones de Bárcenas como un chantaje al Estado. Sólo un estado corporativo que basa su funcionamiento en la puerta giratoria entre las élites empresariales y políticas, que unen su poder para someter a la población a las penurias necesarias para mantener sus privilegios puede interpretar los papeles de un comisionista como un chantaje de estado.

Ese es el fondo del caso Bárcenas, no vivimos en un estado democrático, sino en un estado corporativo en el que la mayor urgencia de sus dirigentes, no es condenar a los ladrones y recuperar los fondos públicos robados, sino garantizar que nada ni nadie ponga freno al camino emprendido para mantener las reglas del juego, aún a costa del lento y doloroso empobrecimiento generalizado.

Por eso, recuperar la democracia en este país pasa, no sólo por depurar todas las responsabilidades políticas (que también), sino por acabar con el Estado corporativo y conquistar un Estado democrático de derecho. Desmontar el tinglado del bipartidismo que nos ha traído hasta aquí y darles el poder a las mayorías sociales para que pongan freno a los abusos de la minoría privilegiada.

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