Lloviendo piedras

La huelga no es el problema, el mercado es el problema

signo-de-dolar-y-buitresDecían los clásicos del marxismo que la huelga es la última de las herramientas de lucha de la clase trabajadora. Como tal, se recurre a la misma cuando fracasan todas las vías de negociación o presión anteriormente practicadas para la defensa de los intereses de los trabajadores y trabajadoras.  En tanto que herramienta de presión, obviamente ha de ser visible y palpable; de otro modo no sería efectiva. Si el empresario no perdiese dinero con la huelga o si los usuarios del servicio no se vieran afectados con el paro de sus prestadores ¿para qué serviría?

En contra de lo que algunos quieren hacer creer, este mecanismo no es del gusto de los trabajadores; a nadie le gusta dejar de ingresar su jornal. Pero en ciertas ocasiones, la huelga es la única vía de presión para tratar de equilibrar una relación de partida desigual.

No están en igualdad de condiciones quienes temen perder la única vía de sustento que tienen, su trabajo, respecto a quien puede cambiar en cuestión de horas a una plantilla por otra dispuesta a soportarlo todo. Es lo que los marxistas llamaban el ejército de reserva producto de un paro masivo.

Esta obviedad, que la situación de empleado y empleador es desigual es la base por la que en los sistemas democráticos, teóricamente preocupados por el bien de la mayoría de la población, debían legislar las relaciones laborales desde la protección de la parte más débil (el trabajador) ante los eventuales abusos del más fuerte (los grandes empresarios).

En ausencia de una regulación laboral que proteja a los débiles de los abusos del poder, que es como nos han dejado las sucesivas reformas laborales del PP y el PSOE, el único resquicio de protección legal que tienen los trabajadores es el derecho constitucional a la huelga.

A veces las huelgas se ganan. Se ha ganado la huelga de limpieza en Madrid evitando así el despido de más de mil trabajadores. No es poca cosa en estos tiempos de paro masivo.

Lo que es invariable ante cada huelga es la retahíla de opinadores  acomodados que ponen el grito en el cielo exigiendo una ley que regule "los abusos" de los trabajadores que ejercen un derecho constitucional. No he oído a ninguno de ellos pedir que se regulen los abusos de los empleadores o de las administraciones que fijan unos servicios mínimos en múltiples ocasiones impugnados por sentencias judiciales. Por el contrario siempre exigen reducir al máximo los márgenes de presión de los trabajadores. En resumidas cuentas,  quieren hacer una ley que haga inservible la única garantía legal que le queda al trabajador.

Ya se ha escrito mucho a este respecto con motivo de la huelga de limpieza de Madrid, pero creo que hay una perspectiva de este caso que se nos olvida.

El escándalo de los voceros del poder se basa en su supuesta defensa del derecho de la ciudadanía a la limpieza de su ciudad, y aquí esta la clave de lo que no quieren oír.

La limpieza de las ciudades es una competencia exclusiva y obligatoria de las administraciones locales, competencia que ni la castrante propuesta de ley de la reforma local que ha entrado esta semana a debate en el Senado cuestiona. Quien tiene la obligación de garantizar el derecho a los ciudadanos a tener sus calles limpias son los ayuntamientos.

Ana Botella, y el partido que la ha llevado hasta el consistorio, han defendido durante años que la privatización de servicios garantiza la eficiencia económica y la eficacia en la prestación bajo condiciones dignas de los empleados de los mismos. Sin embargo, si algo ha demostrado el conflicto de la limpieza, es que tal afirmación es falsa. Si la administración pública recuperara la gestión directa, y por tanto eliminara los márgenes de beneficio de las empresas prestadores, y los costes administrativos de la tramitación de los contratos ¿No saldrían mejor las cuentas? ¿No se garantizaría la eficiencia económica y  la eficacia en la prestación bajo condiciones dignas de sus empleados?.

Ante tal obviedad, parece que lo urgente no es desregular el único resquicio de protección que tienen los trabajadores, sino regular, con mano firme, la protección de los  servicios públicos de las manos avariciosas e ineficientes del mercado.

La crisis económica deja al descubierto los mecanismos corruptos que han permitido mantener la falacia de la eficiencia del mercado. Las donaciones de empresarios a cambio de generosas concesiones de servicios públicos  han sido la base de la falacia. En ausencia de dinero público que distribuir aleatoriamente, la única vía de mantener las tasas de ganancia de las empresas es ajustar el precio del servicio. Digámoslo claramente; sólo hay una vía si de lo que se trata es de enriquecer a tus amigos; reducir salarios y rebajar la calidad de la prestación.

Ante esta evidencia, toca posicionarse. Quien esté del lado de los menos, propietarios de empresas preocupados por mantener su tasa de ganancia, defenderán que el problema es la huelga. Quienes estamos del lado de los más, de las condiciones dignas de trabajo y de no perder los servicios que hemos construido entre todos y que se pueden financiar mediante impuestos progresivos, defendemos que el problema es el mercado, y que lo que urge no es una ley de huelga, sino una ley de protección de los servicios públicos frente a los buitres privatizadores.

 

 

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