Tiempo real

Roma, 1951

Agosto de 1951, Italia. De pronto me sentí en casa. El pintoresquismo irresistible –los chicos que ofrecían inmensos ramos de flores en la carretera, la gesticulación, las voces sonoras, el eco en los callejones, el derroche de luz en medio de la pobreza, la abundancia en los escaparates, el color de las paredes, las cuestas por entre las callejas, el olor del café, el sabor de la pastasciutta, las curvas del camino a pico sobre el mar verde, el cultivo de la tierra en terrazas...– nada me resultó particularmente nuevo, aunque sucumbí a su encanto.
Pero no. No era el encanto. Italia respiraba movimiento. El movimiento fue lo que me sedujo de entrada. Los carteles políticos, los anuncios de muertes o de publicidad pegados en las paredes, las pintadas, el hormiguear ciudadano de peatones mezclados con vehículos de dos, tres o cuatro ruedas, la riqueza de los kioscos, de las librerías, la vitalidad inmensa que se volcaba desde la mínima ventana, el grito desenfadado con que la madre llamaba a su marido, la voz grave de la bellísima camarera que gritaba, en la trattoría: "Signora-á, il conto-ó!",
la habilidad de la gente con el tenedor y los spaghetti, la venta clandestina de cigarrillos de contrabando, los gatos, la elegancia de lo natural, el trabajo: Italia era un país líquido, no sólido, un país sin cristalizar en el que cada molécula se movía por su cuenta, rebotaba contra otras moléculas y, entre todas, adoptaban la forma del recipiente, que no tenía la mínima importancia.

¿Italia? Italia no era nada, nadie parecía ser consciente del país; nada delataba forma alguna de conciencia nacional. El propio domicilio, el lugar en que se estaba, el minuto que se vivía tenían importancia; el propio trabajo del momento, la tarea o la conversación. De todos modos, nada tenía mayor trascendencia, por sentado se daba que el paisaje era bello, el mar verde, el tiempo bueno, las casas, los palacios, las iglesias, las obras de arte, los árboles eran bellos, ya se sabía; lo que había que hacer ahora era lavar la ropa, calentar la verdura, franquear las cartas, pescar, vender, comprar. O besarse.
Vivir.
Italia estaba viva. El movimiento de Italia era el movimiento de la vida. Eso es lo que estalló dentro de mí ese mes de agosto de 1951 cuando, a los cinco minutos de respirar el aire italiano, me di cuenta de que, aun con sólo 20 años, estaba muerto. Y de que sólo resucitaría en Italia.

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