Tiempo real

Atrevimiento

No hace mucho cené con Nicole en un muy buen restaurant. Llegó una pequeña comitiva que ocupó una mesa central, una docena de personas más o menos jóvenes, algunos con estuches de instrumentos musicales. Al final, una pareja de más edad ocupó la cabecera. Se me ocurrió que debía de tratarse de una orquesta de cámara y que el recién llegado era Nikolaus Harnoncourt, a quien no conocía ni de foto. Viéndome perplejo y un poco agitado, Nicole me dijo: "Pregúntaselo. ¿O no te atreves?". La miré, dejé la servilleta, me alcé y me acerqué al señor de la cabecera.
"Perdón –dije–, me pregunto si ustedes no serán músicos...", y cuando el caballero hizo ademán de alzarse le puse una mano en el hombro. "No, no, por favor, no se moleste...". "La señora a mi lado –me dijo– es tal vez el mejor violín hoy día en Europa. Es mi señora, pero toca muy bien el violín. La señorita allí a la izquierda es una de los mejores flautas del mundo. El caballero de barbita, frente a ella, es un virtuoso del chelo...".
"... Y el señor que le está hablando –interrumpió otro miembro de la comitiva– es Nikolaus Harnoncourt".
No me sorprendió, había tenido el pálpito; no obstante miré al señor de la cabecera y fingí incredulidad. "¿Usted es Nikolaus Har... Harnoncourt?".

Esta vez el hombre se alzó, me dio la mano sonriendo y me dijo, con un amplio ademán: "Y este es el Concentus Musicus Wien".
Di unos pasos hacia atrás, los miré con devoción. "Felicitaciones, y no quiero molestar. Gracias y todos mis aplausos". Me retribuyeron el aplauso y volví a la mesa donde Nicole se desternillaba de risa. Le dije: "Y eso, para que otra vez no me desafíes...".

Desde la otra mesa, Harnoncourt le envió una sonrisa.
Pero hay gente que no ve estas intromisiones con buenos ojos. Algunos porque piensan que son muy molestas para el personaje célebre y otros, me atrevería a decir que la mayoría, porque sienten vergüenza ajena: transfieren la propia actitud inhibida al que califican de entrometido. Yo quiero decir cómo vivo yo estos atrevimientos.
Lo primero que siento es haber triunfado sobre mi timidez innata. Pero una vez lanzado, ya no siento más que el juego, un juego tan divertido como los juegos de los niños. Intercambiar con uno de estos personajes un par de frases, un par de sonrisas y un par de estrechones de mano (y, si son mujeres, puede que un besito) es como un cosquilleo moral, un guiño intrascendente, un retruécano logrado. Jamás sentí que podía molestar. Jamás pretendí salir en la foto. Jamás me sentí mequetrefe.

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