Tiempo real

Vino caro

Cuando en 1953, al final de los cuatro años de Columbia estaba por dejar Nueva York y regresar a mi país, mi colega Bob me invitó a almorzar con mi novia. Él había ganado una beca y el ingreso en una de las fraternidades académicas de mayor prestigio del país, y acababa de cobrar su primera mensualidad. Yo volvía al terruño y ya no nos veríamos. Era una ocasión importante y Bob decidió gastarse su mensualidad invitándonos al Café Chambord, uno de los restaurantes más caros de Manhattan. Nos quedamos de piedra pero aceptamos emocionados. Nos pusimos elegantes y a la una del mediodía entramos en el lujoso local, muy oscuro a esa hora –normalmente tenían poco trabajo a mediodía, era un restaurante nocturno, para después del teatro–. Se nos acercó un maître con cara de pocos amigos, le dijimos que éramos tres y el pobre hombre exclamó hacia atrás, para que alguien se ocupara de nosotros:
–¡Una mesa para tres mindundis! –en francés, suponiendo que no entenderíamos. Mi escaso dominio del francés me bastó, sin embargo, para decirle a Bob que no protestase: si tenía dinero para pagar, yo tomaría la iniciativa.
Un camarero nos llevó a una mesa arrinconada y nos entregó la carta. Fui directamente a los vinos, bajé con el índice hasta encontrar algo realmente caro y, con la mayor naturalidad del mundo, miré al camarero y dije:
–Château d’Yquem 1919. S’il vous plaît.
En la oscuridad vi que el tipo se puso pálido. Se alejó, lo vi hablar con el maître y vi que este se acercaba. Me limité a mirarlo fijamente, alzar la ceja derecha y decir:

–Château d’Yquem 1919. S’il vous plaît.
–Oui monsieur –atinó a decir el hombre, desconcertado.
Y se alejó. Lo que pasó entonces es inolvidable: se encendieron todas luces del local, en una demostración de lujo especial para nosotros, los únicos parroquianos. Era un salón espléndido, de terciopelo rojo, paredes blancas y doradas, con caireles como diamantes. Y al mismo tiempo era Nueva York, cómodo, acogedor, manteles muy almidonados, los bronces del bar pesados, las sillas de madera sólida, la moqueta espesa.
Nos cambiaron las copas y llegó el Château d’Yquem 1919. Lo probamos y asentí apenas con un movimiento de cabeza. De ahí en adelante no nos dejaron elegir la comida. El maître se hizo cargo, muy por lo bajo se excusó conmigo por lo que había dicho cuando entramos y nos brindó nuestra mejor comida en casi cinco años de Nueva York.
Bob pagó, salimos, nos desperezamos en la acera como Chaplin, largamos la carcajada, nos estrechamos la mano y nos separamos.

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