Tiempo real

Elogio de la espera

Esperar es siempre enojoso. Saber esperar es un arte. Me precio de ser un virtuoso del género desde mi más tierna infancia. Recuerdo mis esperas del Ferrocarril Oeste en la estación Caballito. Temeroso de perder el tren y llegar tarde a la escuela, comenzaba a pasearme por el andén al menos 20 minutos antes de horario.

Recuerdo la espera durante las clases de educación física, agotadoras, aburridas, inútiles, cuando el reloj parecía haberse detenido.

Me decía, durante mis esperas infantiles, que la peor de las dictaduras no podría impedirme ver y oír, y buscaba distracción en lo que veía y oía. Un gran anuncio publicitario, el rugir de un motor o el mero paso de una nube estrafalaria se convertían para mí en asuntos dignos de estudio. Las burbujitas que provocaba la lluvia, el dibujo regular de una pared de ladrillos, las formas de un banco público; la superposición de un gorjeo y el ronquido de un anciano; todo lo que entraba por mis sentidos –y el tacto también: las páginas del libro que llevaba en la mano o las monedas que llevaba en el bolsillo–, todo era una evasión adecuada en caso de espera.

Años después conocí la espera del examen. Nunca me comí las uñas, ni pude comprender por qué algunos sí se las comían ni qué efecto podía tener sobre ellos. Lo cual no quiere decir que no haya conocido los nervios, el vacío en el estómago, los sudores fríos. Pero creo que más que la espera, en esos casos, lo que me afectaba era el no saber qué preguntas me haría la mesa examinadora. La espera en sí no me parecía larga, volvía a seguir con los ojos el dibujo art-déco de los azulejos y a contar y recontar las monedas que tenía en el bolsillo, y cada una de estas operaciones absorbía toda mi atención. Me olvidaba del examen.

Años más tarde dirigí un Curso Internacional de Edición financiado por la Administración de Valencia –y ya se sabe que la Administración Pública es muy lenta en estas cosas–. Pero anímicamente la espera fue tan fácil como las de mi infancia. Mis viajes me permitieron –además de leer y escuchar buena música en mi discman y de volver a seguir la carrera de los cables de poste en poste, como desde el vagón del Ferrocarril Oeste– leer con admiración los graffiti anónimos en los aledaños de las estaciones principales, disfrutar del servicio de restaurante del tren Alaris y cavilar, cavilar, cavilar, acerca de mi difícil situación económica, de mi edad, de mi trabajo, de mis proyectos...

Saber esperar es un arte. Y yo me precio de ser un virtuoso del género.

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