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Humor y don de gentes

Hace unas semanas, un funcionario público hizo un breve discurso y pronunció una frase comprometida: "Cultura es democracia". Ojalá, pero basta pensar en la notable cultura de algunos jerarcas nazis –como, por ejemplo, los que aparecen retratados en Roma, ciudad abierta, de Roberto Rossellini– para dudar del acierto del funcionario. Músicos como Walter Gieseking o Herbert von Karajan, físicos como Werner Heisenberg, ciertos pintores alemanes de indiscutido talento, poetas como D’Annunzio, personajes que se tomaron a sí mismos demasiado en serio, fueron fascistas de la primera hora. Tan bien distribuida está la cultura entre fascistas y demócratas que afirmar la equivalencia entre cultura y democracia no parece tener mucho sentido.

Ciertos escritores nos han dejado un recuerdo imborrable de su compromiso cultural y político, pero también de su personalidad magnética. Uno de ellos, recién desaparecido, es Mario Benedetti, la calidad de cuya poesía es sólo comparable a la de su afable y siempre divertido sentido del humor. Otro fue Julio Cortázar, por las mismas razones y también, me atrevo a decir, por sus permanentes ganas de reír. Un indudable tercero fue Jorge Luis Borges, cuyos deslices políticos como su mordaz y desopilante ironía no ensombrecieron en nada su sólido compromiso con la democracia –por no hablar de la exquisita calidad humana de Mario Vargas Llosa o Juan Marsé, a cual más cínico pero ambos siempre dispuestos a reír y férreos defensores de la democracia–.

Cortázar no se olvidaba jamás de preguntar a un amigo cómo estaba "su gente", y nunca se conformó con un "Muy bien, gracias". Quería de veras saber cómo estaba "su gente" y quería que su interlocutor se lo dijera. Había adoptado del surrealismo, que lo había precedido en la vida, el gusto por lo grotesco, y lo grotesco le causaba una gracia contagiosa que él transmitía con una sonrisa que alegraba al prójimo.
Marsé, inimitable y adorable bocazas, puede ser tan cómico que hay quien se incomoda con sus afirmaciones iconoclastas, afirmaciones que sin embargo siempre han recabado el acuerdo de los más tímidos que él.

Todos ellos sólo se ponen (o se ponían) serios cuando, por ejemplo, leen su obra en público o intervienen en asuntos políticos. En el trato personal –pienso en Benedetti, en particular– van sonriendo por el mundo y siembran (o sembraban) la gracia divertida de la amistad. Antifascistas de toda la vida, fueron, o son, gente excepcional no sólo por su genio, sino, en igual medida, por su don de gentes.

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