Tiempo real

Robert Laffont

Uno ve, sin forzosamente mirar, las páginas de cultura de los periódicos, ve los telediarios, lee o dice que lee los suplementos literarios, se entera de la Feria del Libro sin querer, echa una ojeada rutinaria a los obituarios... y si no fuera por algún amigo común no se entera de que en mayo se murió, a los 93 años, uno de los grandes editores europeos, un innovador criticado por los intelectuales casi no leídos (y que se jactan de ello), un hombre con diez mil libros a sus espaldas que introdujo en el continente, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, no sólo autores como Graham Greene, Bioy Casares, Lapierre y Collins, Dino Buzzati, o best sellers como De parte de la princesa muerta, Papillon y todo un ejército de autores de la literatura popular de máxima calidad, sino nuevos géneros de libros ilustrados en coedición con editores extranjeros, colecciones de clásicos y enciclopedias a precio "para estudiantes", nuevos sistemas de distribución para llegar a todos los rincones de su país, la promoción coordinada entre los varios medios, y una relación entre el autor y el editor basada en algo que hasta hoy resulta singular: la amistad.
Robert Laffont nunca tuvo fortuna, pero supo maniobrar con bancos, socios e inversores como para sobrevivir sin doblegarse y evitar desbarrancarse en los momentos más difíciles de su largo viaje. Un amigo y colega suyo, a quien consultó antes de fundar su editorial (dudaba entre ser editor o productor cinematográfico), le dijo: "Hay dos modos de perder dinero. Uno, el cine; el otro, la edición. Con el cine, es más rápido. Con los libros es más prestigioso".

Es claro que perdió dinero con ciertos libros, pero siempre supo evitar la quiebra con ideas nuevas y mucha valentía, aunque tuviera que asumir ser accionista minoritario. Hasta que, en los últimos años, vendió su parte a otros que insistieron en mantener su nombre de editor y lo pusieron como consejero editorial emérito de la casa. No se equivocaron: Laffont tenía el olfato más fino del gremio, y conocía hasta los detalles más nimios del oficio. Sabía de papeles, de tipografía, de encuadernaciones, como sabía de gráfica y de compaginación. Tenía un sentido común que le permitía siempre dar en el clavo, aun en temas alejados de la fabricación.
Todo esto lo sé porque tuve el privilegio de trabajar con él de 1968 a 1972. Para mí fue como un curso universitario.
Pero un editor, me dijo una vez Laffont, no deja más rastro que los libros que editó, durmiendo en algunos anaqueles.

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