Trabajar cansa

Leer para salir del refugio

Hace unos meses, justo antes de la campaña navideña, circuló en el mundo editorial la idea de que el libro era un “valor refugio”, ajeno a la caída del consumo. No sólo resiste bien, repetían editores y libreros como un mantra optimista: es que hasta le sienta bien la crisis, y a partir de ahí enumeraban razones relacionadas con su bajo precio en comparación con otros bienes de consumo, la satisfacción que provoca, la duración de ésta, etc. La idea era bonita, no lo nieguen: el libro convertido en un valor refugio, a prueba de recesión, resistente a todo.

Supongo que alguno siguió repitiéndolo semanas después, sepultado bajo el alud de devoluciones una vez pasadas las ventas navideñas.

Al margen de cuestiones económicas, la idea prendió con facilidad por la resonancia que sugería cuando la aplicábamos no ya al libro como producto, sino por extensión a la obra literaria: la atractiva imagen de la literatura como un refugio en tiempo de crisis, la lectura como algo a lo que agarrarnos cuando todo se desmorona, una tabla en medio del naufragio. Los propios editores hacían el mismo razonamiento extendido, y afirmaban que los ciudadanos, si veíamos reducido nuestro poder adquisitivo, prescindiríamos de otros bienes antes que de la lectura, pues seguiríamos necesitando leer, más aún en tiempos de turbulencia como éstos.

No dudo de que haya quien en efecto encuentre en la lectura un refugio, y en ese sentido la oferta editorial facilita salvaciones para todos los gustos: desde la pura evasión hasta la autoayuda, pasando por todo tipo de terapias, consuelos y anestésicos.

Parapetados tras un libro

La pregunta es otra: en el momento actual, con la que está cayendo y con los nubarrones que vemos en el horizonte, ¿es un refugio lo que necesitamos? ¿Queremos escondernos? ¿Y si en vez de un refugio quisiéramos una barricada? ¿Nos la daría también la literatura? ¿Servirían los libros como ladrillos para levantar el parapeto –y hasta para convertirlos en arma arrojadiza–, o sólo se sostienen como techo de un búnker?

Cabría dudar además de que, en tanto que refugio, la literatura lo sea a prueba de bomba, o más bien sea una cabañita que se desmorone en cuanto el lobo sople. Sobre todo porque el tipo de refugio que tendemos a construirnos cuando leemos es más bien una habitación pequeña, de uso individual, donde no caben los otros, pues solemos leer hacia dentro, así nos han enseñado a leer –la lectura solitaria y silenciosa que no trasciende–, y esa parece la única posibilidad de lectura que propone buena parte de la literatura circulante.

Pero, ¿y si los lectores, los ciudadanos, queremos otra cosa? ¿Y si no queremos escondernos, huir, protegernos? ¿Y si ante la crisis preferimos salir a la calle, organizarnos, actuar? ¿Nos ofrecen también los libros esa posibilidad, nos sirven? ¿Cabe leer hacia fuera, no encerrarnos en el libro sino salir desde el libro?

La lectura sigue siendo la manera en que muchos nos relacionamos con el mundo. De la literatura –sobre todo de la literatura de ficción, la novela como género dominante– tomamos los elementos con que nos construimos nuestra interpretación de la realidad. Nuestro pensamiento tiene una base más narrativa que analítica, comprendemos a partir de relatos –el storytelling hoy de moda, y que en realidad es muy viejo, que se lo digan a los cuentacuentos del cristianismo–. En la literatura confiamos, en ella creemos. Seguimos siendo muy crédulos.

Por eso, a la hora de enfrentarnos a la crisis, recurriríamos también a la lectura para construir esa barricada figurada. Pero nos encontramos con que la mayoría de libros disponibles sólo sirven para ese refugio chiquito y frágil, facilitan el escondite antes que el enfrentamiento. Es entonces cuando sentimos traicionada nuestra confianza, y pedimos cuentas a los responsables.

Porque de la misma manera que señalamos a los tiburones financieros como culpables de la crisis económica, también podríamos pedir cuentas a los escritores que han traicionado nuestra confianza y nos han dejado desarmados, sin capacidad de respuesta para momentos como estos.

Sería fácil hacer un paralelismo entre la crisis financiera y la manera en que actúan muchos de los libros más difundidos en los últimos años. Cabe utilizar términos comunes: también en literatura podemos hablar, como en las finanzas, de movimientos especulativos, de burbuja, de activos tóxicos que contaminan el sistema, de avaricia, y de crisis de confianza.

A la manera de los hedge funds y las hipotecas basura, también en el mercado editorial hay productos con apariencia literaria cuyo valor está hinchado, y que las editoriales distribuyen masivamente, como esos bancos de inversión que buscan colocar sus productos sin preocuparse por las consecuencias.
Un juego del que participan los medios culturales, críticos incluidos, a la manera de esas agencias de calificación hoy desacreditadas por haber otorgado altas valoraciones a la basura financiera.

Siguiendo el paralelismo, de la misma forma que se señala la distancia entre la economía especulativa y la economía real, también podemos llamar la atención sobre la distancia entre cierta literatura y el mundo real. Puesto que, al margen de las intenciones de los autores, los lectores seguimos siendo crédulos, decimonónicamente crédulos, y seguimos creyendo que lo que leemos es reflejo de ese mundo real, debemos preguntarnos qué realidad es la que nos muestran esos libros, cuánto nos muestran y cuánto nos ocultan, y si nos permiten entender el tiempo que vivimos (sobre este punto recomiendo una lectura: el ensayo colectivo La (re)conquista de la realidad, coordinado por Matías Escalera).

Tal vez descubramos que, a la hora de actuar –si es que ésta es la hora de actuar– nos faltan elementos para comprender esa realidad, nos falta todo aquello que nos ha sido escamoteado mientras leíamos. Una credulidad quijotesca, que nos ha hecho tomar la realidad por lo que sale en los libros, y por tanto, en su reverso, creer que lo que no sale en los libros no existe, hasta que un día descubrimos que sí existe, y no sabemos cómo hacerle frente.

Precisamente todo aquello que creíamos superado y que hoy descubrimos que sigue existiendo, y se nos viene encima: la explotación, la dominación, el abuso, la violencia.

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