Traducción inversa

La excepción checa

Recuerdo aquel tiempo, en Praga, a las pocas semanas de la caída del régimen estalinista. La ciudad amanecía envuelta en un halo melancólico, haciendo honor –tras la gran batalla pacífica- a la leyenda de su extraordinaria belleza. En los escaparates de las tiendas más céntricas, las fotografías de Václav Havel (con el lema "Havel na Hrad", es decir, "Havel al Castillo") alternaban con carteles ("Zpêt do Evropy!": "¡Escalemos Europa!") que representaban el continente como un país elevado y sin fronteras interiores. Una escalera invitaba a sumarse a ese magnífico proyecto.

  Muchos años después, el sueño europeísta de aquella generación se ha dado de bruces con la realidad actual. El presidente checo, Václav Klaus (un tipo con muy malas pulgas ideológicas), se niega a firmar el Tratado de Lisboa si el Consejo Europeo no deroga la Carta de los Derechos Fundamentales. Se trata de evitar que los alemanes expulsados de los Sudetes tras la Segunda Guerra Mundial reclamen sus antiguas tierras. Esta demanda será más o menos razonable, pero es triste contemplar cómo un país donde la ilusión europeísta estaba tan ligada a la recuperación de las libertades se haya convertido ahora en el abanderado de todos aquellos que buscan poner piedras al programa de unidad continental.

  La República Checa debería saber que para construir Europa hay que ser generosos. Quizá las propiedades de la antigua minoría alemana sean sólo una excusa para convertir el euroescepticismo en un diletantismo populista más. La historia, en ese caso, debería juzgar a Klaus como se merece. Como alguien que no está a la altura de la generación de la libertad.

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