Traducción inversa

La defección de los intelectuales

Uno de los fenómenos más interesantes de la vida intelectual española de los últimos años es la derechización de una parte de sus representantes más conspicuos. Es público y notorio que algunos artistas y maîtres à penser celtibéricos, después de una vida informada por la coherencia progresista más o menos acusada, han coronado su madurez pasándose con armas y bagajes a las filas conservadoras –donde han sido recibidos, lógicamente, con gráciles alharacas. No se trata de un grupo homogéneo: los hay del sector paranoico-crítico, como Albert Boadella o Sánchez Dragó; otros provienen de la universidad, como Fernando Savater o Félix de Azúa; algunos se forjaron en el campo del periodismo de izquierdas, como Arcadi Espada; la mayoría son sin duda brillantes en sus campos respectivos. Es cierto que lo único que parece unir a esta generación encontrada, en la cúspide de su fama y de su respetabilidad profesional, es la tirria hacia las culturas de España no castellanas. Quien más quien menos se irrita ante la sola posibilidad de que en Cataluña la cultura hegemónica pueda ser la catalana, o de que un día Euskadi se convierta en una nación independiente. Son gente culta, ilustrada, leída, que no se altera porque hoy en día Chequia y Eslovaquia sean dos naciones diferentes, o porque en Suiza se hablen, civilizadamente (esto es, cada una en su ámbito) cuatro lenguas, ni siquiera porque en Estados Unidos lo que es legal en California sea ilegal en Tejas –y no pase nada. Todos estos ejemplos les parecen correctos, pero la posibilidad de que esto mismo fuera normal en España (que continúa siendo, a sus efectos, la reserva espiritual de Occidente) les pone los pelos de punta.

Todavía no tenemos el Julien Benda que escriba la crónica inversa de estos alegres muchachos. A beneficio de inventario, ellos aducirán aquella frase feliz que asegura que quien a los veinte años no es de izquierdas es que no tiene corazón, pero quien continúa siéndolo a los cuarenta es que no tiene cabeza. Pero a mí, que ya estoy en los cuarenta, y no me considero un extravagante, me da en la nariz que es justamente al revés. Lo innato es ser de derechas. Lo que se adquiere es la conquista para la vida de la fe en el derecho del prójimo a libertades elementales: casarse o descasarse con quien se quiera,  creer en Dios o reírse de él, vivir la propia cultura en total plenitud. ¿Hay que ser un intelectual para entender algo tan simple?

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