Traducción inversa

El temporal

El temporal azotó toda la península y, de pronto, en algunas casas de labranza, hubo gente que se quedó aislada. Dos metros de nieve envolvían, como un celofán gélido, habitáculos donde quizá ya no vivían ganaderos o labriegos, sino modernos urbanitas exiliados que se habían trasladado al campo buscando un poco de reposo, o puede que lugareños nacidos ya con el espíritu envenenado por las imágenes del sky line de Nueva York. Dos o tres días sin comunicación con el exterior les hizo comprender por primera vez lo que significaba vivir en medio de un páramo, en lo alto de una montaña o en lo profundo de un valle perdido. Esa fue la auténtica prueba. Entonces entendieron qué era estar solos consigo mismos, alumbrándose con candelas y sin saber nada del exterior.

  Los que se vieron antes en esa situación, tan común en los pueblos, no experimentaron mayor contratiempo. No les faltaba un montón de leña, un buen fuego, una botella de vino y un jamón al que ir reduciendo como se hace con un enemigo inerme. Pero los exiliados –incluso los exiliados de sí mismos- no sabían a qué profundidad del alma se encontraba su propio espejo, así que tuvieron que cavar muy hondo en la nieve para poder confortarse. El paisaje, con su uniforme desolación, era ahora su mayor enemigo. Entonces se preguntaron si era eso lo que habían venido buscando en realidad cuando abandonaron la ciudad, o cuando pensaron que los rascacielos de Manhattan eran una obra mucho más definitiva, desde el punto de vista gnoseológico, que el campanario de su aldea. Luego la nieve se retiró y la soledad pareció sólo un espejismo.

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