Traducción inversa

Obama, el búfalo y Mozart

Obama, claro. Yo viví hace casi veinte años en América. Era muy joven, en aquella época. Eran tiempos de auténtica esperanza, con Gorbachov en el Kremlin, el muro de Berlín derribado y Mandela al otro lado de aquellos absurdos  barrotes. Tiendo a pensar, desde entonces, que América también vive un poco en mí. Nadie me tiene que explicar, por ejemplo, qué es el racismo. O, mejor dicho, en qué se ha convertido. Mi cometido en América, por cierto: monitor en un campamento estival, en medio de un bosque con lago, en New Hampshire. No muy lejos del Walden de Thoreau, que está en Massachussets. Ese locus mítico para las almas libres, donde se puede entonar el único salmo razonable: "Vivir una vida a fondo, bien exprimida; vivir con la energía y la sencillez espartana necesarias para eliminar todo lo que no sea vida".

El campamento se llamaba Interlocken y la clientela era sobre todo blanca, aunque también había negros, y algún hispano. A los negros, por supuesto, los llamaban afroamericanos, pero se comportaban como negros. Recuerdo especialmente a un robusto adolescente bostoniano. Su nombre se me fue, pero no su desafiante corpachón de catorce años. Solía merodear entre las cabañas con la expresión anhelante y abstraída de un búfalo herido. Parecía sospechar que todo el mundo esperaba algo de él, aunque él no esperara nada del mundo.

Tumbó a Richard Ehui, el monitor de karate, con un apretón hormonado. Ehui se puso lívido, pero el muchacho no aflojó. Era hijo de uno de los mejores abogados de Boston, aunque llevaba con él el estigma de los esclavos. Supongo que el racismo termina así. No una discriminación –ya no-, sino la manera en que alguien ve su figura distorsionada en el espejo.

Pasaban los días, y el adolescente aumentaba su leyenda. Perseguía a las monitoras más guapas entre los árboles (no tenía mal gusto). Desafiaba cualquier cosa que oliera a autoridad. Hasta que, por fin, se dio de bruces conmigo. Lo asignaron a mi clase de Music Appreciation. Era mi único alumno, así que probé con Mozart. Al fin y al cabo, si las vacas regadas con la Sinfonía Júpiter daban más leche, ¿qué milagros no obraría Amadeus sobre un afroamericano irredento? Él se relajó, se repantigó y agradeció el regalo. Por un momento, había dejado de ser negro. No tenía que demostrar nada, ni sentirse diferente: no debía humillar ni humillarse. Obama, sin duda, ya estaba en el aire.

Más Noticias