Traducción inversa

Borriana, es decir, el universo

Vivo en una ciudad pequeña, capital de la comarca de la Plana Baixa, en Castellón. Ni me gusta ni me disgusta (es decir, me gusta y me disgusta), pero aquí duermo y aquí como, y leo y veo pasar los vencejos y las golondrinas cuando vuelven por primavera. Borriana es tan suya como nuestra, me temo. En su centro neurálgico –El Pla- son los estorninos los encargados de proclamar su imperio de estridencias sobre un viejo ficus de raíces obscenas. El otro día, un amigo coetáneo me enseñó una fotografía de esa plaza en el año exacto en que ambos nacimos, 1965. Era una imagen aérea, en blanco y negro, destinada a hacer mella en nuestro ánimo. La ciudad estaba mucho más a ras de suelo: todavía no se habían construido los imponentes edificios destinados a elevarla a la altura de la vulgaridad arquitectónica habitual. El emblema más osado de su verticalidad continuaba siendo el campanario. Y, además, no había ni un solo coche en las calles más céntricas. Ni uno solo.

Aquella foto alimentó –por un instante- nuestra nostalgia. De pronto, nos descubrimos habitantes de un universo a medio hervir, todavía demasiado crudo. La cocción del nuevo mundo se está realizando con nuestras propias vidas como materia prima. Nacimos cuando todo estaba a punto de empezar –las primeras neveras- y moriremos cuando todas las maravillas que ahora se anuncian sean una realidad ya obsoleta –las últimas neveras con conexión a internet y capacidad de compra propia. Somos como los pájaros: nos creemos amos porque miramos desde arriba. Pero sólo estamos de paso.

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