Traducción inversa

Para el príncipe de las letras

Mi profesora particular de inglés se llamaba Gisela Rosemblum. Mi interés por su lengua se había fraguado en tardes irredentas escuchando las largas melopeas de Bob Dylan entre rachas de una armónica hirsuta y, como desincrustante del alma, los arpegios austeros de Leonard Cohen acompañando la hermosa tristeza de sus poemas. Como Dylan, como Cohen, Gisela era judía. Su familia se asentó en la costa Este, allá donde los Estados Unidos se resuelven en un anhelo mediterráneo. Así que dos veces a la semana –de esto, como de demasiadas cosas, ya hace más de veinte años- me plantaba en su casa y empezábamos a hablar de todo un poco. La conversación tomaba a menudo, por supuesto, un derrotero musical. La señora Rosemblum me dejó claro enseguida que a ella no le gustaba nada Leonard Cohen, aunque era el cantante favorito de sus padres. Las salmodias del canadiense provocaron algunos conflictos familiares que Gisela resolvió expeditivamente, de acuerdo con su carácter de firme judía conservadora. A pesar del amor que le profesaban sus progenitores, Cohen fue catalogado por mi profesora como un tipo sospechoso de tener situado el corazón demasiado a la izquierda. Y Suzanne, en definitiva, se parecía demasiado a una de aquellas hippies con flores en el pelo que tuvo que soportar en San Francisco.

Todo eso –el pasado irrevocable- ha vuelto ahora con la concesión al autor de Songs of Love and Hate del premio Príncipe de Asturias. Nunca un galardón me pareció más justo, aunque seguro que mi Gisela le dedica un mohín de desprecio. Es la vida.

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