Traducción inversa

Hemingway

Se cumplen 50 años de la muerte de Ernest Hemingway. En la mañana del 2 de julio de 1961 el legendario escritor se pegó un tiro en la cabeza. En apenas dos semanas más hubiera cumplido 62 años. Hacía 7 que era premio Nobel de literatura. Hay diversos modelos de escritores, pero los más extremos son sólo dos: por un lado, están aquellos que vinieron al mundo para comérselo y no se puede desligar su actividad literaria de su hambre por conocer nuevas sensaciones –guerras, mujeres, países. Por otro lado, existen esos otros –Pessoa, por ejemplo- cuyo mundo se reduce a todo aquello que se puede comprender o imaginar desde las cuatro paredes de una habitación. Es obvio que Hemingway es el prototipo de la primera clase. Sus libros son un inventario variopinto de todo aquello que devoró en lustros de recorrer el planeta en busca de esa fascinante carnicería (una guerra civil o, en su defecto, una corrida de toros), ese tacto de piel femenina, esa montaña inaccesible. El suicidio, en estos casos, es una salida natural, casi la única posible. Cuando un macho alfa se da cuenta de que su papel en la manada ya no puede ser el mismo, de que la vorágine de los días de gloria, de ebriedad y de sangre ha llegado a su fin, pensar en una salida voluntaria y rápida a todo eso es lo más natural.

Al final, este tipo de escritores siempre suscitan la duda de si su propia vida no será su mejor obra. Hemingway, por supuesto, es autor de libros magníficos. Escribirlos, sin embargo, sólo supuso una débil traducción de lo que había supuesto vivirlos.

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