Me gustó El dorado, de Robert Juan-Cantavella (Mondadori), porque su retrato del País Valenciano es, en su delirio, de una extrema verosimilitud. Cantavella es uno de esos "nuevos narradores" mimados por la crítica y alimentados con bocatas de nocilla. El es de Almassora y yo soy de Borriana, que son dos poblaciones vecinas de La Plana (Castellón). Se comprenderá, pues, que experimente una cierta empatía con su particular sentido del humor. Su visión: un país caótico, que limita al norte con Marina d’Or y al sur con una Ciudad de las Ciencias que parece erigida, paradójicamente, para recibir a todo un Papa. El horror de Marina d’Or lo certifico personalmente: cuando Público me envió a contarlo ya se veía que el desastre estaba tocando fondo. Y Ratzinger, por cierto, acudió a Valencia a predicar la buena nueva en julio del 2006, aunque muchos preferimos sumarnos, la víspera del evento, al concierto de Bob Dylan en Viveros. Al fin y al cabo el de Minnesota también está hecho ya todo un santón pero aún no reparte hostias.
No comprendo cómo se ha llegado a esta situación en una ciudad y una comunidad autónoma cuya tradición progresista se remonta –si me aceptan la hipérbole- a los tiempos de Jaime I. Sea como sea, la Valencia de hoy está en manos de una curiosa turba de meapilas, ideólogos "liberales" mentalmente escuchimizados y anticatalanistas un pelín obsesivos. Estos tipos, de tanto en tanto, dan vidilla a los titulares de prensa, aunque a costa de perjudicar al paisaje y al paisanaje. No contentos con haber convertido la costa en una macrourbanización continua y continuada, han decidido proseguir la depredación en todos los ámbitos. Su última genialidad, ya se sabe, fue obligar a impartir Educación para la Ciudadanía en inglés. Pero ésa fue también la gota que colmó el vaso.
El sábado pasado decenas de miles de personas tomaron las calles de la ciudad para pedir el fin de la pantomima de la Ciudadanía british. Desde las manifestaciones contra la guerra o en ocasión de la repulsa por el atentado del 11-M que no se veía a tanta gente junta. Ahora se anuncia una huelga general para el día 17. Me gustaría ver en todo eso un signo de esperanza. Quizá se está ya escribiendo el final de tanto despropósito, aunque sea una mala noticia para los narradores amigos del dislate, el desatino y el desbarro, que tanto han disfrutado en la Valencia de Camps y compañía.
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