Un paso al frente

Tranquilos, que somos Europa

La terrible fotografía 

Hoy hemos visto una imagen terrible, estremecedora. Un niño muerto en una playa, varado como si fuese un juguete roto que hubiese acabado allí por casualidad, una especie de irrealidad que por lo que tiene de real, extrañamente, nos resulta más desgarradora. Como si convirtiésemos el surrealismo en una crónica. Esa muerte es tan irracional pero tan cotidiana, tan irreal pero tan real. Una muerte que de repente nos despierta. No resulta ni una mota de polvo en la tragedia de Oriente Medio, ni un átomo de lo que sucede en otros lugares más alejados y olvidados de las cámaras. No es ese Holocausto que día a día permitimos, que durante décadas y siglos llevamos moldeando como artesanos meticulosos: el Sah de Persia, la guerra de Iraq-Irán, la guerra de Afganistán, la guerra del golfo, la de las armas de destrucción masiva que no encontramos, la de la venganza (en Afganistán aunque el malo malísimo estuviera en Pakistán), la de "el mal menor" del tirano en Siria, la guerra interminable entre Israel y Palestina...

No es ni se acerca a las cámaras de gas en las que hemos convertido estos países y que llenamos de cuerpos y que no nos importan un pimiento, como no les importaron a los alemanes lo que sucedía con los judíos, no mientras ganaban la guerra, ni a los judíos lo que hoy sucede con los palestinos, ni a nadie en realidad le importa lo que le sucede o suceda a nadie. Pero esa imagen, de repente, nos despierta de este vivir que es más sobrevivir que otra cosa.

Ese niño es algo más, mucho más que las toneladas de huesos y muerte que están bajo las aguas del Mediterráneo o en las arenas de esas dictaduras a las que armamos, a las que nuestros monarcas y gobernantes visitan con grandes abrazos y parabienes a sus tiranos y negocian las compras de petróleo y armas, y también las ventas, y se lucran, y se llenan los bolsillos, ellos y los empresarios, y todos en realidad, y luego los que trabajan con ellos o para ellos, y los que les prestan dinero, y de nuevo todos.

Pero ese niño es como el vestido rojo de "La lista de Schindler", o la niña que lo llevaba, pero no es como las cantidades de ropa sobre el que se amontonaba en una carretilla. Lo era, especial, porque era rojo en una película en blanco y negro, porque era de una niña en una guerra de mayores, en otra infamia más de nuestra existencia. Era un vestido rojo, pequeño e infantil. No era el pelo de los judíos que se usaba para los uniformes alemanes o para fabricar colchones, ni la grasa de los gaseados que servía para obtener pastillas de jabón. Esa niña no era judía, era una niña con un vestido rojo. Como el niño, ese cuerpo sin vida en esa playa paradisiaca de Europa que se encuentra en el jardín trastero de nuestra propia casa.

¿Qué es real?

Pero no lo era, ese niño no lo era, como nada en realidad lo es. Como no lo fueron las guerras en Afganistan o Iraq, aunque sí las armas de destrucción masiva que nadie encontró, como no lo fueron ni lo son las atrocidades que Europa lleva permitiendo en Siria durante los últimos años como si aquello (o esto) fuese (o es) irrelevante, pero no lo es. No lo es como no lo fueron los Balcanes, como no lo es nada.

"Es lo menos malo", nos dicen en referencia a apoyar al tirano sirio, o a abandonar Afganistan dentro de unos meses (sin que exista el más mínimo debate ni se informe a la ciudadanía de la verdadera situación del país, de lo que de verdad ha sucedido para que así prevean lo que sucederá, o lo intenten).

Pero no lo es, no puede seguir siéndolo. Ese niño tenía una familia, una vida, un futuro y como ese, las millones de vidas que han terminado en cunetas, en montañas, en desiertos, en fosas comunes que ningún Indiana Jones buscará jamás. Quizás nos afecte más ahora esa fosa común de inmundicia, ese basurero de Europa, de su farsa, de su estafa, de su esclavitud, de sus industrias, de sus empresas, de sus bancos y todo lo que ha resultado ser ese sueño azul de estrellas doradas, ese himno de la alegría que hace décadas nos hacia llorar de ilusión pero que hoy suena como una marcha fúnebre, ese Meditarráneo lleno de cadáveres en el que veraneamos. Quizás es eso, quizás sea eso, que ese agua ahora está más caliente que de costumbre, o más fría, o nos resulta más inapropiada, o más sucia, o nos revuelve el estomago o nos hace pensar, o nos trae sin cuidado...

Seguimos sin saber lo que sucede

Pero no, no nos han contado el verdadero origen de lo que sucede, ni lo harán nunca, porque el show debe continuar, la caja registradora o las monedas deben seguir tintineando, y los bolsillos llenándose, y nosotros trabajando, como esclavos, como lo que hemos sido siempre, como lo que nunca hemos dejado de ser, como esa democracia que no es una dictadura pero se le parece mucho, como esos derechos humanos que redactamos para luego arrojarlos en camiones llenos de refugiados asfixiados o en alambradas con las que condenar a los que ya habíamos condenado hace mucho, a los que extrañamente siguen vivos, a esos zombies que ahora resultan ser tan molestos y tan costosos.

Zombies que nos repartimos en partidas de póker como frívolos millonarios y que intentaremos volver a enterrar en breve pero para que no vuelvan a levantarse y que esperamos que cuando terminemos de repartir las cartas sean menos que al principio. No los mataremos, ni los fusilaremos, ni los gasearemos. Descansen todos tranquilos, que somos Europa. En Europa no se asesina, y menos sin estilo, lo que se hace es que se deja morir, como si realmente no quisiéramos (pero queremos): se abandona en los caminos, se levantan muros en los que los cuerpos casi inertes tropiezan, chocan y terminan postrados, sin fuerzas, arañando casi sin aliento esas piedras que alguien ha puesto en ese camino que es su sueño, que es su pasaporte a la libertad pero que también es nuestra esclavitud, y la suya, y la de casi todos. En Europa organizamos gabinetes de crisis y comisiones de investigación para que actúen como forenses no como enfermeros. No somos héroes, sino enterradores. Eso es, eso es lo que somos, pero no disparamos a nadie. Si acaso, les vendemos las armas a otros y nos vamos a veranear con el dinero que conseguimos, si acaso vestimos las ropas que fabrica la desesperación o los balones que cose la esclavitud infantil, pero no matamos, no nos ensuciamos. Eso no, nosotros no, que somos Europa.

Los medios de comunicación nos entretienen

Los medios de comunicación, como siempre, se han quedado con lo sensacionalista, con lo estremecedor, con ese cuerpo pequeño, frágil, hiriente hasta la bilis de cualquiera, incluso para los responsables, incluso para los que no tienen escrúpulos, incluso para los que venderían a su madre por seguir teniendo poder o ganando dinero o ambas cosas, incluso para los que cuentan el dinero en los coches o se quedan con el de los cursos de formación de los parados, incluso para ellos. Ese cuerpo inerte, ese niño en la arena, bañado por el oleaje, extrañamente muerto, es también su redención, la de los medios de comunicación y la de los políticos que visten trajes oscuros y parecen heridos como si ese niño fuese su propio hijo. Si no lo hacen, lo harán dentro de poco, la pantomima digo, como lloran por los militares muertos pero les niegan las pensiones o los olvidan cuando se suben a una silla para dejar caer el abandono que han sufrido sobre una cuerda áspera con la esperanza de que, al menos, la muerte les consuele lo que sus mandos no fueron capaces.

Esa, la impostura, es su forma de gritar bien alto que no son culpables de lo que sucede, que no tienen responsabilidad de ello, que ellos no querían que eso, esto o aquello pasara. Porque ellos no quieren que nada suceda, tal vez ni lo bueno, pero son los que lo hacen posible. Como los políticos que se manifiestan por la libertad de expresión para redimirse por recortarla, como los millones de centroeuropeos que se quedaron con las casas de los judíos que fueron enviados a los campos de concentración y luego alegaron que ya no existía la propiedad privada (en la Europa comunista) para no devolver lo que arrebataron a los pocos desgraciados que consiguieron volver después de caminar durante centenares o miles de kilómetros invernales e infernales. Después de todo, ya es mala suerte que gasearan a más de seis millones de judíos y fuese a sobrevivir precisamente al que uno arrebató su vivienda y sus joyas y todo lo que pudieron ocultar.

No era culpa de ellos (en realidad nunca es culpa de nadie), de los que entonces vivían en sus casas, ellos no querían que eso sucediera, pero ya que estaban en las casas resultaba ilegal irse para devolvérsela a sus propietarios, porque de hecho ya no había propietarios, nadie lo era. Por eso los periodistas no son responsables, ni los políticos, porque no querían, ellos lo único que hicieron (y hacen) es cobrar sus sueldos, comer, sobrevivir. Ellos no son responsables, no es culpa de ellos. Ahí están, los periodistas de nuevo, enfocando una y otra vez al niño, al niño redentor, al que les redime de todos sus pecados.

Nunca nos hablarán del verdadero origen de esta tragedia

Pero no, ni siquiera ahora, nos hablarán del tráfico de armas, ni de los beneficios de los bancos en los conflictos bélicos, ni de los intereses de los poderosos en las guerras, ni del crecimiento de la industria armamentística española (se ha multiplicado por 40 desde el año 2000 y es la séptima del mundo), ni de los 40.000 millones de euros en armamento que no necesitamos, ni de la manipulación que ellos mismos sufren y que también consienten (lo sabremos, tal vez, si quiebran algún día y les despiden como sucedió en Telemadrid)...

No, la realidad es que no, que no nos hablarán de todo ello, que dentro de poco ese niño sólo será una foto en un grueso anuario, una de esas revistas de final de año que ya casi regalan y que casi nadie leerá. Como la imagen de la niña vietnamita corriendo desnuda, una foto que reflejó mejor que nade ni nadie un acontecimiento pero que luego terminó ocultando.

Y entonces, todos esos refugiados que se agolpan volverán a ser esos seres molestos que nadie quiere y que, ojalá se mueran antes de tener que mantenerlos, porque son muchos, porque otros países reciben menos, porque pueden generar el efecto llamada, porque acogerlos de tontos, porque nos pueden dejar sin trabajo o sin vacaciones y, porque ahora que recuerde, este año el agua del Mediterráneo estaba (y está) mucho más caliente que años atrás, y seguro que eso es bueno para el turismo, y seguro que el año que viene podemos explotar a alguno de esos refugiados en un chiringuito y que la paella nos resulte más barata y que el empresario gane más, y seguro que, si somos espabilados, podremos hasta hacer un crucero de la muerte para ganar más dinero o un gran hermano en una patera para ser mejores periodistas y entretener más y mejor a los televidentes, y todo por la pasta, y todo por la audiencia y nada para nadie... Y no hablo de los periodistas de lo rosa, no, no lo hago porque esos al menos son libres para contarnos las sandeces que les de la gana. Hablo de los otros, de los serios, de los que se supone que nos cuentan la verdad, de los que son responsables de ser el cuarto poder pero están a la voz de su amo, de esos hablo, de los muchos que siguen mirando al tendido para seguir cobrando a final de mes, de los muchos que son tan esclavos como cualquiera, y tan cómplices como todos.

¿De verdad nos importa?

Pero... ¡Qué más da!, ¡qué más da todo esto si ya ha empezado la liga!

 "Código rojo le echa huevos al asunto y no deja títere con cabeza. Se arriesga, proclamando la verdad a los cuatro vientos, haciendo que prevalezca, por una vez, algo tan denostado hoy en día como la libertad de expresión" ("A golpe de letra" por Sergio Sancor). ¡Consíguela aquí!

 

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