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Ion Arretxe ha muerto: “Desde allí os seguiré viendo”

Por Manuel Blanco Chivite, miembro de La Comuna.

Ion Arretxe murió en Madrid, en la habitación 3614, planta 6, del hospital de la Fundación Jiménez Díaz. En un medio día luminoso y cálido del pasado 18 de marzo. Ion Arretxe dice en el recuerdo que le dedica el dibujante Ventura en El Jueves de esta semana que "desde allí os seguiré viendo". Ojalá sea así, Ion.

¿Que quién era Ion Arretxe? Muchas cosas y ninguna mala. Un amigo, un excelente escritor, un dramaturgo de pequeño y muy interesante formato, director de arte, actor en alguna película un tanto polémica como "Tiro en la cabeza", guionista, documentalista, dibujante, letrista de canciones burlonas y fiesteras y, sobre todo, ese amigo apreciado y querido por muchos otros amigos.

Tenía 53 años, grande y fuerte, contador de historias, sabía emocionar con la palabra y con la escritura.

En los dos libros que le publiqué en El Garaje Ediciones nos mostró sobradamente que era un excelente escritor, muy por encima de lo que circula habitualmente por las atiborradas mesas de novedades de las librerías.

En Parole, parole, una infancia en Rentería nos relata su niñez y la niñez de sus compañeros de escuela, barrio y pueblo con tal sensibilidad, sentido del humor y capacidad emotiva que consigue que esos niños de Rentería se conviertan, página tras página, en los niños de cualquier ciudad, de cualquier barrio humilde de cualquier parte del mundo.

Después nos entregó uno de los testimonios más estremecedores sobre la tortura en la España de hoy, lacra todavía en plena vigencia. Su detención y paso por el siniestro cuartel de Intxaurrondo, en San Sebastián, aquel Intxaurrondo comandado por el coronel delincuente (y después general) Enrique González Galindez. El libro se titula Intxaurrondo, la sombra del nogal y aquí os dejo con la palabra de Ion Arretxe y algunos extractos de su obra.

Escuchadle, dice así...

La madrugada del 26 de Noviembre de 1985...

Ion Arretxe

La madrugada del 26 de Noviembre de 1985, cuando apenas tenía 21 años, fui detenido por guardias civiles del Cuartel de Intxaurrondo, sede de la 513 Comandancia de la Guardia Civil, en Guipúzcoa...

Yo estaba viviendo en casa de mis padres, en la calle del Parque de Rentería.

Vivía con mis padres y con cinco hermanos, todos más pequeños que yo...

Me sacaron de la cama a las tres y media de la madrugada. Yo estaba durmiendo y me sacaron de la cama...

Me despertaron un ruido muy fuerte, y muchos, muchísimos gritos.

Cuando abrí los ojos, la habitación que compartía con mi hermano pequeño ya estaba llena de guardias civiles, guardias pertrechados como soldados, más militares que civiles, guardias con cascos, pasamontañas, chalecos antibalas y fusiles de asalto.

Al principio yo creía que aquello era un sueño y que todavía no me había despertado...

Llegaban gritos desde el salón de casa, al otro lado del pasillo.

¡Llevadme a mí! –decía mi padre–. ¡Llevadme a mí!...

¡Que nadie se asome a las ventanas, cojones!

¡Mis hombres tienen orden de disparar!

Tenían a mis padres y a mis cinco hermanos acorralados y amontonados en el pequeño salón de casa.

Todo eran sollozos, palabras entrecortadas, de terror, de impotencia, de rabia...

¡Que no me toques, cerdo! –le gritó mi hermana a uno rubio y muy alto.

¡Os vamos a limpiar el forro, vascos hijos de puta!

Todo eran gritos, empujones, muebles que se arrastraban y cosas que caían...

¿A dónde lo llevan, eh? ¿A dónde lo llevan? –preguntó mi madre.

El cabrón de su hijo va a acompañarnos hasta el cuartel de Intxaurrondo a comprobar unas cosas...

El aita estaba en el suelo. Lo sujetaban entre varios guardias....

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Sentí el traqueteo del todoterreno.

Habíamos dejado el firme de la carretera y subíamos por una pista forestal.

¿Dónde me lleváis? –empecé a gritar muerto de miedo– ¿Dónde me lleváis?

¿Qué pasa? ¿Gallo de día y gallina de noche? Para ametrallar por la espalda sí somos valientes, ¿no?

¿Dónde me lleváis? ¿Qué queréis de mí?

Ahora vamos a charlar, como buenos amigos...

De vuestro comando... de vuestras armas... de vuestras cosas... ¿Te parece bien, hijo de la grandísima puta?...

No sé, ni nunca sabré, dónde me llevaron.

Bajamos del coche. Había un grupo de gente esperándonos ahí, en el monte.

El camino se deshizo en el lodo....

La capucha que me cubría el rostro debía ser un pasamontañas de los que usan los motoristas y los pescadores para protegerse del aire frío. Sólo que, en vez de colocármelo en su postura normal, me lo habían colocado al revés, para que la parte abierta me quedara en el cogote.

Aunque no me permitía ver del todo, dejaba pasar algo de luz a través de su tupida tela...

Distinguía el destello de los frontales que los guardias llevaban en sus cascos, como una cuadrilla de espeleólogos que me iban a guiar por las simas del averno...

Me embutieron en dos sacos de plástico duro, de los que se usan para sacar escombros, que estaban abiertos por los dos lados.

El primero me lo pusieron de cintura para abajo, como si fuera un faldón.

Y el otro, por arriba, del cuello hasta la cintura, como una casaca.

Tuvieron especial cuidado en que mis manos quedaran por fuera, más o menos libres, entre los dos sacos.

Monte calvario, este monte sin nombre.

Me envolvieron con cinta de embalar, ris, ras, que aplicaban con un aparato de mano, ris, ras, ris, todo alrededor, ris, ras, como una momia.

La cinta chirriaba a cada vuelta, ris, ras, con un ruido de sierra.

Yo chillaba como un cerdo:

¡No me dejéis morir aquí!

Ris, ras, ris...

¡Quiero irme a casa!

Monte de piedad, este monte sin nombre.

Monte de piedad sin piedad.

Qué miedo, amatxo, qué miedo...

Supuse que me abandonarían así, en la soledad del monte, en aquella tristísima noche de noviembre, hasta que me encontrase muerto de frío y de pena un montañero, un pastor o nadie...

Me tumbaron en el suelo, hojas podridas, hierba mojada y barro.

Yo me retorcía como un cocodrilo atrapado en una trampa, lanzando coletazos a diestro y siniestro.

Ellos reían.

Yo creía que me iban a dejar morir poco a poco en aquel lugar ignoto, en aquel paraje siniestro donde únicamente se oían sus risas enloquecidas y el bravo rugir de un río.

¡Pegadme un tiro, pero no me dejéis morir así! ¡Pegadme un tiro!

Grita, grita a gusto, cabrón...

Primero nos aclaras unas cuantas cosas, y luego ya te mataremos.

Grita, grita... Que aquí no se oyen ni los gritos ni los tiros...

Me arrastraron por el suelo.

Cada vez más fuertes sus risas, cada vez más fuerte el río, ahora ensordecedor.

Entonces lo entendí.

¡No, por favor! ¡Sacadme de aquí!...

Llevaba la capucha puesta y nunca lo vi.

Sonaba como arroyo que creció con las lluvias de Noviembre hasta hacerse río.

Malbazar, Landarbaso, Añarbe... los ríos de nuestras excursiones.

Todo se llenó con el olor dulzón del agua del río.

¿Tú ya sabes lo que es esto, no?

Pues cuando quieras hablar, sacas la cabeza.

Y las aguas del río, que hasta entonces parecían gratas y amenas, ahora me traicionaban.

Me sujetaban muy fuerte entre varios, tirándose encima de mí, con las rodillas, con los brazos, con todo el cuerpo, mientras otro me metía la cabeza en el agua.

Yo hacía fuerza hacia arriba para sacar la cabeza, pero era imposible.

Cogía aire, todo el aire que podía... Gritaba "¡Yo no soy de ETA! ¡Yo no soy de ETA!", y otra vez adentro.

Las primeras veces tenía fuerzas y ganas de gritar.

Luego, sólo de vomitar. (Lo eché todo).

Y al final, no tenía ganas de nada.

Me rescataban de la muerte cuando a ellos les parecía.

Yo era un pelele que entraba y salía del pozo, un pez en las manos nerviosas de un niño, un espantapájaros que perdía el relleno en el camino de Oz...

Cada vez que me sacaban del agua, el aire fresco del bosque me llenaba los pulmones de vida.

No sé cuánto duró aquello.

¿Mil años? ¿Dos mil?

El agua helada me oprimía las sienes y se colaba por todos mis agujeros.

Sentía cómo me vaciaba de vida y me llenaba de agua...

Me volvieron a incorporar para que uno de ellos me mirara las uñas de las manos que habían quedado fuera de los sacos de plástico.

Vomité el agua que había tragado.

Por lo que supe después, su amoratamiento les indicaba mi grado de asfixia, y si podían seguir torturándome.

Y otra vez al suelo, y otra vez al agua...

 

 

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