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El clamor de las estatuas

Por Luis Suárez, miembro de La Comuna.

De pronto, como efecto colateral de las movilizaciones mundiales contra el racismo a raíz del asesinato legal de George Floyd en Minneapolis, una potente ola de iconoclastia ha recorrido ciudades, países y continentes.
El misionero fray Junípero Serra en California, el genocida Leopoldo II en Bélgica, el esclavista Colston en Bristol, el racista Colbert en Francia, el filofascista de juventud Montanelli en Italia... ni John Wayne se ha librado – el condado de Orange (Los Angeles) quiere quitarle su nombre y estatua al aeropuerto.

Son muchos los hechos y personajes del pasado, asociados a ‘proezas’ coloniales, esclavistas o racistas, entre otras, cuyos bustos y figuras, a pie o a caballo, poseídas de una común aspiración de eternidad, se han estremecido en sus pedestales en estos días, diana de eso que se ha llamado ‘revisionismo histórico’, entendiéndolo, en este caso, como un revisionismo militante y espontáneo, desde la calle, a diferencia del revisionismo académico y oficial, que siempre ha existido. En esta ocasión el reto ha sido en muchos casos entendido y recogido por las propias instituciones locales que se han sumado a la tarea de descontaminación estética e ideológica de sus calles y plazas.

La iconoclastia es una modalidad de terapia colectiva que siempre ha existido; en este caso lo llamativo ha sido su universalidad e intensidad. Hasta el punto de que algún país, a través de su gobierno, se ha considerado interpelado e impelido a responder en defensa de monumentos en tierra extranjera que al parecer se considera obligado a tutelar. Me refiero, sí, al gobierno español, que en el mes de junio lanzó una campaña diplomática en EEUU expresando su ‘inquietud por el derribo de estatuas de personajes hispanos’ (titular del 25 de junio en El País), y apelando a ‘nuestra historia compartida’.

Una sorprendente reacción reivindicativa de un dudoso legado histórico, que es sólo una muestra del variopinto debate público que este tipo de levantamientos populares, digamos retrospectivos, suscita. Uno de los más frecuentes comentarios descalificadores, desde las tribunas del orden establecido, es el de que no se debe juzgar el pasado bajo el prisma de los valores actualmente aceptados, esto es, igualitarios, antirracistas, antiesclavistas, etc., dando por supuesto que estos valores eran inexistentes o irrelevantes en el momento en que los monumentos cuestionados fueron erigidos.

La verdad es que en la mayoría de los casos no son los valores los que han cambiado, sino las relaciones de poder, que ahora posibilitan que esos valores se impongan frente a quienes entonces los negaban o violaban, ya sea abiertamente o de forma encubierta bajo envolturas de pretendida transcendencia. No es que en aquellos tiempos la sociedad defendiera valores como la crueldad, la explotación o la codicia; no, sus religiones y códigos morales eran formalmente contrarios a muchos de estos comportamientos, pero generalmente se ignoraban en el altar de un fin superior: ya fuera redentor en el terreno religioso, hegemónico en lo comercial o estratégico, o simplemente imperial... quienes encarnaban estos fines eran precisamente las figuras a ensalzar monumentalmente.

Otra coartada en defensa de la iconografía es la necesidad de conocer la historia, como si los monumentos fueran parte de un sistema o programa docente. Se ha contestado también reiteradamente: los monumentos no enseñan historia, en todo caso son una visión parcial, interesada, de un determinado momento histórico.
Como se ha mencionado, resulta llamativo que estas críticas digamos ‘conservadoras’ de la ola iconoclasta no se oyeron en cambio cuando las imágenes que se destruían eran las de los líderes de la URSS, de la nomenklatura en los países ‘del Este’, o las de Sadam Hussein, por citar algunas que no contaron con defensores.

En general los monumentos, más que testimonios históricos objetivos y veraces, son sobre todo propaganda: el intento de congelar en el tiempo una opción histórica, normalmente la dominante. Valga aclarar que esto no les resta importancia cultural; la subjetividad y tendenciosidad del monumento no le resta relevancia histórica, ni mucho menos cultural. Pero no se puede afirmar que su mensaje publicitario fuera unánime e incuestionable en las sociedades donde fueron erigidas. Ni la pedagogía o el conocimiento de la historia son su única ni su más importante intención.

Entonces, ¿qué son en realidad los monumentos?, ¿cuál es su función social y cultural? De entrada y simplificando, se pueden considerar tres dimensiones: la de testimonio histórico, en la que el monumento no deja de ser una forma de documento heredado; una segunda dimensión es su posible calidad estética y cultural; y, finalmente, la carga simbólica e ideológica que el objeto transmite, lo que tiene que ver con los valores que representa, o, más bien, los valores con los que nosotros lo asociamos.

Sucede que esta carga o contenido semántico de los objetos históricos tiende a difuminarse cuanto más alejados en el tiempo sean. No nos escandaliza la naturaleza colonial y racista del personaje retratado, pongamos, del siglo XVI ó XVII, entre otras cosas porque la inmensa mayoría desconocemos su historia. Mientras que esa ‘mochila’ conflictiva resulta mucho más visible – o conocida – cuando se trata, por ejemplo, de un militar franquista genocida, responsable de la matanza de miles de civiles desarmados en Badajoz en 1936, que daba su nombre a una calle madrileña hasta hace muy poco - uno solo de muchos casos parecidos.

Pero además de lo anterior, que en el fondo podría caracterizar a cualquier de los bienes testimoniales heredados, es decir, simplificando, al patrimonio cultural en general, lo que verdaderamente distingue a lo que normalmente llamamos monumento, es su naturaleza pública, su vocación exhibicionista y representativa. Es decir, su carga retórica y su proyección social como expresión de un determinado poderío. Esta dimensión o función se apoya fundamentalmente en su posición espacial, aunque obviamente en muchas otras condiciones formales y estéticas.

Efectivamente, la posición destacada en el espacio público o el paisaje, en ocasiones articulando u organizando éste en su beneficio o para su contemplación, es una cualidad intrínseca del monumento. Es por eso que el derribo de estatuas – al igual que el cuestionamiento de otras expresiones monumentales como plazas, arcos, mausoleos... - no debería tampoco chocarnos como una forma extrema de ejercicio del derecho a la ciudad, derecho en pleno revival frente a la ola de especulación, desposesión y expulsión que el urbanismo neoliberal está imponiendo.

Lo que está sucediendo ahora sería una semantización del patrimonio monumental, es decir, el desvelamiento del mensaje que guardan objetos que hasta ese momento se han confundido con el paisaje. Como si las estatuas de pronto hubieran cobrado vida, animadas por una energía semántica hasta ahora aletargada o larvada. Y ese mensaje nos resulta en muchos casos inaceptable.

Aunque, obviamente, el tema da para mucho más que una columna periodística, valdría de momento apuntar que en la rebelión ciudadana contra las estatuas se conjugan, no siempre de manera equilibrada, varias aspiraciones colectivas: la apropiación de lo común, en este caso, el espacio público; el derecho a la memoria democrática, es decir, a la sustitución de la retórica y la mitología por la visión de las víctimas de la historia, hasta ahora silenciadas, como parte de la construcción de una cultura basada en los derechos humanos; y la preservación de un patrimonio cultural, que en el caso del monumental, a veces requiere de lo que se viene denominando ‘resignificación’ y/o relocalización para resultar compatible con las aspiraciones antes citadas.

Así, la repulsa sicosomática ante ciertos monumentos, similar a la que producen algunas afirmaciones ‘raciales’, responde a una combinación inseparable de dos náuseas, la ética y la estética. La iconoclastia no es más que otro frente de la guerra cultural en la que nos encontramos y que desde que algún partido político decidió enarbolar el mito de Don Pelayo - creyéndolo real -, nos aboca a confrontar también el resto de mitos – y mentiras – esculpidos en bronce y encaramados por un lapsus histórico a un pedestal.

Y en cuanto a herencias ‘compartidas’ y pretéritos ‘personajes hispanos’, la ciudadanía actual no somos responsables ni podemos ser cómplices de las aventuras coloniales de aquellos. Los lazos de hermandad y solidaridad no nos atan a pasadas ‘gestas’ sino al presente de las personas oprimidas, en ocasiones víctimas aún de aquellas aventuras, por encima de su raza y legado cultural.

Derribemos también nuestra arrogancia histórica de su pedestal.

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