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Fidel y el pardillo

Por Javier Amor, miembro de Unidos por Nicaragua y La Comuna

Aunque captado en la asociación de vecinos de Carabanchel, en el año dos antes de "Leño", el pardillo se veía obligado a doblar y a triplicar barriada: las circunstancias demandaban ubicuidad, sin pararse en barras de que aquello fuera atribución divina.

Su jornada comenzaba a las seis, llueva, truene o relampaguee, y tenía que desplazarse hasta Batán, donde siempre hubo obras de construcción que había que parar cada cierto tiempo por imperativo categórico. De la agiprop ad hoc se iba en metro hasta un palacete de Castellana donde trabajaba de chupatintas (hace algunos años solía cruzarse con Carrero cuando este volvía de misa). Terminada la jornada laboral, se marchaba al barrio del Lucero, donde acompañado de Flandes hacía la ronda de bar en bar para seducir obreros. Este Flandes fue un camarada legendario, elevado a los altares como San Canuto, en la campaña pro-legalización del porro, junto a Pina López-Gay. Ambos murieron injustamente jóvenes.

Las soirées del Lucero dejaban mareados y sin dinero a los voluntariosos activistas, pues las rondas campechanas y chantajistas iban por cuenta propia, pero el dúo Flandes-Pardillo casi siempre lograba convencer a algún que otro obrero, lo cual en aquellos tiempos se consideraba caza mayor.

La impostura del funcionario-obrero, más indigna a veces que el bombero-torero, tenía muchas servidumbres pero también descubrimientos asombrosos y hasta su dosis de aventura.

A primera hora de la mañana, a fin de proporcionarle cierta credibilidad, asignaron al pardillo, como responsable político-social, a un gigante moreno, de pelo rizado, taciturno y parco en palabras. Tenía una pinta de obrero impresionante y se rumoreaba que lo había sido. Lo único constatable es que se le pegaban las sábanas. Esto y su laconismo no lo hacían precisamente el compañero ideal para la tarea matinal de crear un, dos, tres Vietnams de andar por casa, en los dominios de Agromán.

Abordaban a los albañiles en los bares donde se pegaban los lingotazos matinales para hacer más llevadero los fríos del andamio y les daban la charla. Bueno, la charla la solía dar el que parecía una señorita con gafas de culo de botella, mientras el gigante miraba a sus antiguos colegas con cara de pocos amigos. Pareciera que su autoridad residiera en el ceño poblado y fruncido; no obstante, las contadas veces que el cíclope abría la boca en los vestuarios, los paletas se dejaban de bromas y asentían en silencio. El pardillo, que era un supuesto albañil liberado por el sindicato, escondía sus manos en los bolsillos del pantalón para no evidenciar su condición amanuense. Sólo las sacaba fugazmente cuando se hacía inevitable echarse una copa al coleto. Lo cierto es que cualquiera termina acostumbrándose a beber sol y sombra a las siete de la mañana.

Le había pasado igual con el vino en la mili y el asco que le daba al principio comerse el bocadillo con Savin, después de la instrucción. Pasado un mes, aquella aguatinta le sabía a Marqués de Cáceres que, por cierto, tardaría años en degustar.

Un día le convocó el responsable de Carabanchel y le felicitó por el éxito en ampliar las bases. También le preguntó por el desempeño del gigante.

– Ya sabes que el camarada es un poco especial (léase indisciplinado y holgazán)

El pardillo le mintió piadosamente, destacando la conciencia política del hombrón y enfatizando en la credibilidad que su presencia daba a la misión.

Pero faltaba lo mejor. La dirección había decidido, en vista de los resultados, que el avecilla dejara la oficina y se incorporara de lleno a la construcción como peón de albañil, sin reparar en las gafas y en aquellas virginales manos que no habían dado jamás un palo al agua.

Lo peor es que el pardillo, poseído de un indudable fervor, le dijo que se lo pensaría; cuando se lo pensó, descubrió que estaba horrorizado.

Pasadas dos semanas, el responsable volvió a preguntar y el ave dio largas al asunto.
Al cabo de un mes le fue comunicado que la dirección priorizaba -repentinamente- la penetración en el aparato del Estado y que se olvidara de la construcción. El pájaro respiró aliviado: ya estaba enquistado en la jaula opresora.

Le llamó un nuevo responsable político que trabajaba en los Nuevos Ministerios (entonces el pardillo tenía dueños por los cuatro costados) e instruyó crear un sindicato (otro) en la vicepresidencia del gobierno. Una organización bisoña siempre crece a punta de bandazos.

Volviendo al tajo y al gigante tardón, durante una convocatoria de huelga general, estaban ambos empeñados en la vital tarea de parar las obras, con notable éxito, cuando fueron descubiertos por una dotación policial. Se bajaron de las lecheras y echaron a correr tras los subversivos. Estos decidieron espontáneamente separarse. Nuestro pájaro salió escopetado buscando un escondite, pero en esa zonas se acababan de estrenar los porteros automáticos y todos los portales estaban cerrados.

Subiendo la cuesta que va de la calle Cebreros (otra vez el vino) a la carretera de Extremadura, apareció providencial un seto alto a pie de calle. No le cupo la menor duda. Salto olímpico y aterrizaje en el fango, pues la noche anterior había llovido.
Sin decir ni pío, sin respirar, las voces de los guardias se oían al ladito, extrañados de haber perdido una presa tan fácil. Buscaron arriba y abajo, hasta que se cansaron y se fueron. Con el fuelle aun resoplando, dejó pasar unos minutos y ya estaba a punto de levantarse cuando el camarada se asomó curioso a la humillante posición del compañero yacente.

– ¿Qué haces ahí? dijo con su indiferencia de siempre
– Estoy tomando los barros.

Esa fue la última vez que le vio. Nunca supo si su nombre era el real o el de guerra. Se llamaba Fidel, no era tan locuaz como el otro, pero igual de grandullón.

El pardillo sacó adelante el sindicato divisionista que se le había encomendado, amén de otros papelillos delicados para que Aramburu (hijo) pudiera profundizar en el análisis concreto de la situación concreta.
Aramburu padre le hubiera corrido a perdigonazos.

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