Por Álvaro Esteras Ruiz, miembro de La Comuna.
En 1977 la lucha por la amnistía para los presos políticos era un elemento central de todas las reivindicaciones democráticas. Y no se trataba solo de liberar a los presos, también se tenía que permitir volver a los exilados. La amnistía había sido incorporada por el movimiento obrero, estudiantil y ciudadano, ya que planteaba la restitución de todos sus derechos a los privados de ellos, no solo por motivos políticos, sino también sindicales.
A la muerte del dictador había una gran cantidad de presos políticos, se dice que aproximadamente 11.200. Con el primer indulto de la monarquía, el del 25 de noviembre de 1975, el 80% de los presos políticos fueron puestos en libertad. Tras la amnistía parcial del 30 de julio de 1976 quedaban todavía un centenar de presos de motivación política. La liberación de presos, por muy masiva que fuese, lo que hacía era intensificar la lucha para liberar a los que quedaban.
Fue por eso, que la Comisión Gestora pro-Amnistía de Madrid, convocó una manifestación en favor de la amnistía total el domingo 23 de enero de 1977 a las doce, en la Plaza de España de Madrid.
El Gobierno Civil de Madrid denegó el permiso para la manifestación. Según fuentes de los organizadores, la autoridad alegó problemas de tráfico y la posibilidad de que se cometieran actos prohibidos. El Gobierno Civil tenía razón se iban a producir actos prohibidos: los más elementales derechos democráticos (como el de manifestación) llevaban 40 años suprimidos y estaba rigurosamente prohibido su ejercicio.
La convocatoria se mantuvo. En aquellos días, para cualquier demócrata, participase o no de un modo activo en la acción política, era necesario impedir que se pudriesen en las cárceles franquistas aquellos cuyo único "delito" había sido luchar, de una u otra forma, por la libertad y la democracia. Arturo Ruiz García, un joven de 19 años, estudiante y trabajador de la construcción, que participaba de un modo muy activo en la lucha por las libertades- a pesar de todas las prohibiciones- sabía muy bien por qué había que acudir a la manifestación.
A causa de la represión policíal habían muerto decenas de ciudadanos en los últimos años de la dictadura y después de la muerte de Franco. En 1977, el Presidente del Gobierno era Adolfo Suárez, y Martín Villa ejercía como ministro de la Gobernación (después denominado de Interior). En concreto en Madrid, con Juan José Rosón como Gobernador Civil desde agosto de 1976, habían muerto dos jóvenes: Carlos González Martínez, de 21 años, en una manifestación por el primer aniversario de los fusilamientos de cinco jóvenes antifranquistas el 27 de septiembre de 1975. Pistoleros franquistas le tirotearon por la espalda al grito de ¡Viva Cristo Rey! Nunca fueron detenidos. Y Ángel Almazán Luna, de 18 años, en una manifestación en protesta por el Referéndum de la reforma política, fue brutalmente apaleado por policías armados, causándole tales heridas que le provocaron la muerte. No hubo juicio.
Así las cosas, el domingo 23 de enero, poco antes de que dieran las doce del mediodía, en la Plaza de España, cuando empezaron a agruparse los manifestantes, la policía hizo un lanzamiento masivo de botes de humo de una magnitud difícil de explicar, que fue seguido de cargas de los antidisturbios de una extraordinaria violencia.
El Gobierno Civil emitió una primera nota que decía: "Ante la agresividad de muchos de tales grupos (se refiere a los grupos que intentaron concentrarse), que atacaron a las fuerzas de orden público con cócteles molotov, piedras y otros medios, la fuerza hubo de dar diversas cargas, utilizando los dispositivos antidisturbios y dispersando a los manifestantes."
Del balance de heridos de la manifestación, notificado por el Gobierno Civil, se concluye que muchos asistentes se vieron afectados y alguno con gravísimas lesiones (fractura de cráneo, por ejemplo), pero no se informaba de heridos entre los policías ni tampoco de la intervención a los manifestantes de material incendiario o explosivo.
Y, en efecto, la policía consiguió despejar rápidamente la Plaza de España y restablecer el tráfico. Así, empujados por las cargas, sobre las 12:24 h, algunos manifestantes se concentraron en la intersección de la calle Estrella con la calle Silva. Arturo Ruiz se unió al grupo.
Uno de los manifestantes alertó de la presencia de Guerrilleros de Cristo Rey, grupo de extrema derecha franquista, vinculado a Fuerza Nueva, muy activos en esa época. Dos de ellos son Jorge Cesarsky Goldstein y José Ignacio Fernández Guaza. El primero era un ciudadano argentino, de 50 años, agente de seguros de salud, que vendía sus productos a los miembros de la policía; el segundo, de 29 años, vivía del proxenetismo. Según los informes policiales, Cesarsky tenía conexiones con la DGS (Dirección General de Seguridad)- hablaba de los policías como de sus hermanos- y había recibido la insignia de Fuerza Nueva de manos de Blas Piñar. Era una figura en los medios franquistas. Fernández Guaza decía trabajar para los servicios de información de la Guardia Civil, según declaraciones testificales de su pareja.
Al darse cuenta de que estaban localizados, Fernández Guaza se adelantó hacia los manifestantes al mismo tiempo que profería insultos contra ellos y los amenazaba con un guantelete gritando que iba armado con una pistola, haciendo ademán de sacarla.
Arturo, desprovisto de cualquier tipo de arma, se puso al frente de los manifestantes y le reprochó su actitud, diciéndole que si no llevara una pistola no se atrevería a proferir amenazas. En ese momento, Fernández Guaza cogió el arma que, segundos antes, había llevado (y disparado) Cesarsky y efectuó dos disparos contra Arturo, alcanzándole uno de ellos de lleno y provocándole la muerte de forma instantánea.
Se iniciaba así la que posteriormente se llamó Semana Negra. Los pistoleros franquistas pudieron abandonar el lugar sin ningún problema, a pesar –o mejor dicho, gracias– a la fortísima presencia policial en la zona. Testigos presenciales manifestaron que, al poco de que se evacuase a Arturo, la policía retuvo a otro grupo de guerrilleros, a los que soltó en el acto.
Estos hechos fueron explicados así, inicialmente, por el Gobierno Civil: «Sobre las doce y treinta horas se han tenido noticias de que, en la calle de La Estrella, junto a la de Silva, había resultado herido Arturo Ruiz García, de diecinueve años, participante en la manifestación. Fue trasladado a la Casa de Socorro del distrito Centro donde ingresó cadáver.»
Al muy poco de estos hechos y hasta bien entrada la tarde, grupos de jóvenes intentaron concentrarse en el lugar en el que había caído Arturo, siendo continuamente dispersados, en ocasiones con extrema violencia, por la policía, produciéndose heridos y detenciones. A la demanda de amnistía total, como no puede ser de otra forma, se unió la protesta por el asesinato de Arturo.
Ante el cariz que tomaba la situación, el Gobierno Civil tuvo que hacer otra nota, esta vez algo más precisa; quizás hubiera sido mejor que en vez de hacer tantas notas se hubiera detenido inmediatamente a los pistoleros franquistas, o mejor aún, que se les hubiera interceptado antes de actuar. No era muy complicado, muchos de ellos eran perfectamente conocidos y era bien sabido para qué estaban allí.
La solidaridad entre los antifranquistas podía alcanzar cotas muy importantes y así, al día siguiente, en la mayoría de los centros de las Universidades Complutense y Autónoma de Madrid se produjeron asambleas convocando paros, que finalmente serían prácticamente totales, e invitando a concentrarse en la zona donde se habían producido los hechos el día anterior.
Durante los intentos por concentrarse los manifestantes, según informe oficial del Gobierno Civil de Madrid, «María Luz Nájera fue alcanzada, en la avenida de José Antonio (actualmente Gran Vía), por un bote de humo de los que utiliza la fuerza pública para disolver las manifestaciones, que le cayó sobre la cabeza y le produjo las lesiones mortales.» Fue recogida en la esquina de la calle de los Libreros con la Gran Vía, por un joven que la llevó directamente a la clínica. Al llegar a ella, el acompañante de la fallecida fue inmediatamente detenido por la policía y puesto en libertad horas después.
Uno de los jóvenes que recogieron el cuerpo herido de la joven durante la manifestación, ante la explicación del Gobierno Civil se vió en la obligación de precisar que: «Estábamos un grupo. Llegó cerca un coche de la policía. Bajó un policía armado. Disparó un arma. Yo sentí que algo pasaba junto a mi cabeza. Entonces cayó la chica, de bruces, al suelo.»
Aquella noche, pistoleros franquistas que, creyéndose bien amparados por sus contactos políticos, no se tomaron la molestia de huir de Madrid, asaltaron el despacho de abogados laboralistas de la calle Atocha, 55 y asesinaron a Luis Javier Benavides, Serafín Holgado, Ángel Rodríguez, Francisco Javier Sauquillo y Enrique Valdevira, e infringieron gravísimas heridas a Lola González, Luis Ramos, Alejandro Ruiz-Huerta y Miguel Sarabia, todos ellos militantes del PCE (Partido Comunista de España) y de CC.OO. (Comisiones Obreras).
A veces se presenta este crimen, el ultimo de la Semana Negra, como un punto de inflexión, tal como comentaba en 2005, Miguel Ángel Sarabia, «Aunque ahora parezca poca cosa, el juicio de los asesinos de Atocha, en 1980 —pese a la arrogancia de los acusados, con camisa azul y muchos asistentes, también de uniforme—, fue la primera vez que la extrema derecha fue sentada en el banquillo, juzgada y condenada». Y aún en este caso, donde se condenó a los acusados a un total de 464 años de cárcel, la fuga antes del juicio de uno de los autores materiales, Lerdo de Tejada, durante un extraño permiso penitenciario que Gómez Chaparro (el mismo juez del caso de Arturo Ruiz, que había ejercido en el Tribunal de Orden Público hasta su disolución en 1976) le concedió en abril de 1979, contribuyó a profundizar las dudas que han perdurado hasta la actualidad.
Tanto los asesinos de Mari Luz, como los de Carlos y Ángel, nunca fueron identificados. Cesarsky solo cumplió un año en prisión y, mientras se resolvía su recurso ante el Tribunal Supremo, quedó en libertad provisional. En febrero de 1979, Cesarsky se benefició de la amnistía política que Arturo Ruiz reclamaba. José Ignacio Fernández Guaza huiría rápidamente del país. Se sabe que pasó por Euskadi, que desde allí llamó a su pareja y le pidió que mandara dinero a un amigo suyo. Después, se conoció que este amigo era guardia civil. De ahí pasó a Francia y nunca más se tuvo certeza de su paradero. El Ministerio de Justicia confirmó que en sus archivos no consta ninguna petición de extradición o de comisiones rogatorias a otro país.
Lo cierto es que, después de la Semana Negra de 1977, la violencia y la sensación de impunidad no cesaron. Al mes siguiente, el 24 de febrero, moriría "Pancho" Egea, un albañil de 19 años que estaba secundando una manifestación de obreros de la construcción y del metal en Cartagena, La Policía Armada cargó violentamente y disparó pelotas de goma. Tres de ellas impactaron en Pancho. El caso no fue investigado. A los pocos días, murió José Luis Aristizábal Lasa en San Sebastián, en un incidente parecido al que causó la muerte de Mari Luz, y la investigación acabó de la misma manera. Durante la semana pro-amnistía en Euskadi, en mayo de ese año, hubo al menos siete muertos, sin que se depurasen responsabilidades, y así se continúa hasta aproximadamente un centenar de muertos por acción de la policía, pistoleros y/o guerra sucia, hasta principios de 1981. Es imposible enumerarlos a todos y muy injusto olvidar alguno o alguna y eso, desgraciadamente, siempre sucede, porque a la hora de realizar este muy doloroso ejercicio siempre alguien señala otro más.
El precio que se pagó por la democracia fue altísimo, porque no la trajeron los que sustentaron y se aprovecharon de la dictadura hasta el último día, ni los que aún hoy les cuesta condenarla, ni el heredero del dictador en la jefatura del Estado, ni los "padres de la Constitución". La libertad la trajeron los miles y miles de hombres y mujeres, esa gente bonita del pueblo que con la lucha de muchos años hicieron frente a las ejecuciones, a los años de cárcel, que con su sufrimiento y el de sus familias aguantaron el hambre, los malos tratos, la tortura y el exilio.
Con su abandono gobierno tras gobierno, que no han hecho nada por evitar la prescripción de los delitos, nos encontramos que hoy, a los que lucharon por la libertad, a las víctimas de la dictadura y de la transición, se les está negando el derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación, obligación básica, esencial, de cualquier país democrático.
Comentarios
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