Por Luis Suárez-Carreño, miembro de La Comuna, presxs y represaliadxs del franquismo
La polémica que vive Madrid en relación a los nombres de varias calles cambiados por la corporación municipal presidida por Manuela Carmena en 2017, decisión posteriormente revocada por un tribunal y no recurrida por la actual corporación de Martínez Almeida, ofrece contrastes y paradojas que bien podrían sintetizar el atragantamiento de su historia que padece este país y particularmente esta ciudad.
En ese juego de opuestos, del bien contra el mal o del yin contra el yan, se confrontan rivalizando por nombrar una misma calle ejemplos extremos de indignidad y dignidad; el más visible el del cavernícola y cuartelero Millán Astray versus la maestra y visionaria Justa Freire; pero no sólo se confrontan personas también instituciones como la Institución Libre de Enseñanza (que por increíble que parezca carecía de una calle o plaza en Madrid), o buques: el barco Sinaia, que transportó a más de 1.500 personas al exilio al finalizar la guerra, salvándolas de la represión franquista, frente al Crucero Baleares, de corta vida y cuya única acción memorable como parte de las fuerzas sublevadas es el bombardeo de civiles en la llamada carretera de la muerte, de Málaga a Almería, en la conocida como ‘desbandá’ (febrero 1937).
Quiero rescatar hoy otra controversia del callejero, también entre los 6 cambios revocados judicialmente, de la que se ha hablado menos pero que resulta ejemplificante: la que opone a un tal Algabeño con el filipino José Rizal, un emparejamiento fruto del azar entre dos figuras que no podrían ser más antagónicas ética y culturalmente, siendo sin embargo ambas tan representativas históricamente.
Un tal Algabeño
Rebuscando por internet puede averiguarse que ese apelativo corresponde a dos toreros, padre e hijo, naturales de La Algaba (Sevilla), aunque es de suponer que el nombre de la calle madrileña (en un barrio periférico donde todas las calles llevan nombres de toreros) esté dedicado al hijo, mucho más famoso que el padre, aunque no precisamente por su arte taurino. Se trata de un personaje que durante los años de la guerra posteriores al golpe militar destacó por su activa participación en la represión contra la población sospechosa de republicanismo que a las órdenes del genocida Queipo de Llano tuvo lugar en Andalucía oriental, especialmente en Sevilla y su entorno. Hay que recordar que solamente en la capital andaluza el terror franquista dejó unas 13.500 víctimas civiles en esos meses posteriores al alzamiento de los militares traidores.
El Algabeño, declarado falangista, se distinguió por su labor en partidas o razias (popularmente llamadas bandas negras) al estilo de monterías pero para la caza de rojos, a las órdenes de terratenientes y aristócratas; su infame carrera pronto fue truncada en el frente de Lopera (Jaén), donde cayó a manos de las fuerzas de las Brigadas Internacionales, en diciembre del 36; donde por cierto intervino por orden directa de Queipo, quien fuera su valedor.
No merece mucha más atención este personaje al que su propio pueblo natal, La Algaba, retiró en 2016 el nombre de una calle, en aplicación de la ley de Memoria Histórica de 2007.
¿Y el tal Rizal?
En las antípodas no solo geográficas, sino morales, la figura de José Rizal emerge en el ocaso del siglo XIX entre las ruinas del imperio hispano, en concreto en la que fuera una de las últimas colonias, las islas Filipinas.
Venerado por su pueblo como mártir fundacional del país, la biografía de este héroe e intelectual es un modelo de entereza por unos principios humanistas que, paradójicamente, la metrópoli le había imbuido pero no practicaba.
Nacido en 1861 en la ciudad de Calambá, Rizal estudia el bachiller en una institución jesuita de Manila, mostrando ya un temprano interés por la identidad filipina frente a la opresión colonial española. Estudia en una universidad dominica y se especializa en filosofía y también medicina, concretamente oftalmología, acabando su especialización en Madrid, donde se integra en un movimiento identitario y reivindicativo conformado por otros estudiantes filipinos y llamado Propaganda. Las reivindicaciones de esta élite intelectual filipina distaban mucho de ser revolucionarias o siquiera independentistas; por el contrario, reclamaban solo que Filipinas fuese efectivamente reconocida como provincia española, como proclamaba la retórica oficial de la metrópoli, y no como colonia; y consecuentemente, el respeto de unas libertades elementales, como las de reunión y expresión, o la no discriminación para puestos públicos, para la población nativa.
Tras unas estancias en distintas ciudades europeas, de vuelta en Filipinas funda en 1892 un movimiento cívico y pacífico, la Liga Filipina, que le cuesta ser desterrado a la isla de Mindanao donde entre otras iniciativas funda una escuela y un hospital; al tiempo que en el país la resistencia independentista nativa va en aumento, el prestigio de Rizal como héroe nacional se va extendiendo en las islas.
A pesar de su corta vida, su biografía y obra, también literaria, fueron fecundas, imposibles siquiera de resumir aquí. Por hacerlo breve, todo concluye en el año 1896: mientras las revueltas y actos contra las autoridades coloniales se recrudecen, José embarca rumbo a Cuba con el ejército español al que se había ofrecido como médico para eludir su exilio; sin embargo, el ejército español le acusa de ser instigador de las revueltas y tras ser detenido en el mismo barco es devuelto desde Barcelona a Filipinas, donde es juzgado por un tribunal militar y condenado a muerte, aun a sabiendas de la desconexión, e incluso discrepancias de Rizal respecto a los grupos armados. El 30 de diciembre de 1896 Rizal es ejecutado en Manila -en el parque donde hoy está su memorial- mirando de frente al pelotón de fusilamiento tras negarse a ser vendado, en lo que solo puede calificarse como asesinato para escarmiento del pueblo filipino.
Al crimen contribuyeron decisivamente las más que influyentes órdenes religiosas, brazo ideológico, y en buena medida también armado, de la colonización, contra las que Rizal dirigió la mayor parte de su labor intelectual y su obra literaria. De hecho, se negó hasta su último aliento a retractarse de sus críticas a la ‘evangelización’ forzada y la labor opresiva de las órdenes, con plena conciencia de que ello le abocaba a ser ejecutado, y esos sentimientos inundan su despedida en forma del poema ‘Mi último adiós’, escrito en la noche previa a la ejecución.
Las ideas emancipadoras de Rizal, que alentaron el proceso independentista filipino, fueron inspiradoras para procesos similares inmediatamente posteriores en India, China, Indonesia y muchas otras colonias asiáticas, países en los que ya en vida Rizal constituía un referente entre las élites intelectuales nacionalistas y anticoloniales, para quienes su ejecución tuvo un fuerte impacto.
Tras la muerte de Rizal, las autoridades coloniales españolas aguantarían a duras penas un par de años más hasta entregar, de facto, el país a la emergente potencia estadounidense, cuya flota de guerra se cernía tanto sobre Filipinas como Cuba, a la espera de la debacle española. Con el crimen de Rizal España sellaba su presencia en Filipinas con un último acto cobarde de arbitrariedad y revanchismo. Según el biógrafo de Rizal, Austin Coates, el asesinato de este precipitó el fin de la colonia española: ‘... con un solo disparo, España había cavado su propia tumba’. Unamuno, que coincidió con Rizal estudiando en la universidad de San Bernardo de Madrid, dijo: ‘...creo que fue España la que fusiló á Rizal. Y lo fusiló por miedo. Por miedo, sí. Hace tiempo que todos los errores públicos, que todos los crímenes públicos que se cometen en España, se cometen por miedo...’.
Aunque poca gente habrá reparado en él, José Rizal dispone de un monumento en Madrid, en la Avenida de Filipinas esquina a la calle Santander, pero por su talla histórica y cultural merece sin duda bastante más. Aunque personalmente tengo dudas de que la calle hasta ahora dedicada al Algabeño sea una opción digna de su figura, el dilema que se ha planteado entre ambos personajes ofrece una metáfora ilustrativa del nivel de nuestro debate memorialista.
Comentarios
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