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Justicia internacional: más universal para unos que para otros

Por Luis Suárez-Carreño, activista de La Comuna

La justicia universal es, en teoría, un potencial e imprescindible recurso jurídico transfronterizo de defensa de los derechos humanos, pero es también un fenómeno mediático raramente materializado, y como tantos otros valores globales o universales (paz, libertad, progreso, sostenibilidad, igualdad...), instrumentalizado en las disputas de la hegemonía geoestratégica. En este nuestro reino de la impunidad política –el estado español–, se da la paradoja de que se ha aplicado exitosamente frente a crímenes cometidos fuera de nuestro país, por ejemplo, en el caso del militar argentino Adolfo Scilingo (condenado en 2007 por el Tribunal Supremo a más de 1.000 años de cárcel), o del dictador chileno Augusto Pinochet (procesado y ordenada su detención en 1998 por la Audiencia Nacional), pero se niega sistemáticamente en relación a crímenes de lesa humanidad cometidos en nuestro país por el franquismo y la transición. Y en cuanto a perseguir crímenes cometidos fuera de nuestras fronteras como los mencionados, el gobierno del PP, en 2014 –siendo Ruiz Gallardón ministro de justicia– introdujo un cambio legal que ahora lo impide.

Un breve tour mundial nos permite palpar la vitalidad de este principio del derecho internacional, empezando por Nicaragua, donde recientemente una comisión de expertos bajo mandato de Naciones Unidas ha realizado un informe sobre los crímenes de la dictadura orteguista desde abril de 2018, cuando se inició la revuelta popular que se saldó con una matanza de civiles y una fuerte escalada represiva en todos los órdenes. Tras describir de forma pormenorizada las violaciones de derechos, el informe señala: ‘El Grupo de Expertos en Derechos Humanos sobre Nicaragua (GHREN) concluyó que dichas violaciones y abusos, como actos prohibidos, constituyen un ataque sistemático y generalizado contra una población civil, a través de una política discriminatoria que comprende la comisión de violaciones a los derechos humanos y crímenes de derecho internacional, y que, además de haber resultado en la destrucción del espacio cívico y democrático en Nicaragua, verificados en todos sus elementos, permiten sostener la existencia de crímenes de lesa humanidad’.

Justicia internacional: más universal para unos que para otrosA partir de una investigación como la desarrollada por el GREHN se abren múltiples vías para las organizaciones e instituciones de defensa de los derechos humanos. La utilidad política de ese documento es indudable, su legitimidad moral está fuera de duda; para las víctimas supone un simbólico pero muy importante reconocimiento. Y su relevancia histórica no ofrece dudas: a falta de sentar a los culpables ante un tribunal, esta investigación y sus hallazgos serán lo más próximo a un acta factual de los hechos.
Pero habrá que ver si estos crímenes llegan a los tribunales internacionales, algo poco frecuente. Justamente en estos días se está celebrando un juicio por crímenes de lesa humanidad ante la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya, contra el expresidente Hashim Thaçi y otros dirigentes albano-kosovares, por crímenes cometidos contra las minorías serbia y romaní en la guerra civil padecida por aquel país balcánico durante los años 1998 y 1999. La inusual presencia de antiguos mandatarios ante un tribunal internacional, como en este caso, podría explicarse por haberse estos prestado voluntariamente con la intención declarada de limpiar su imagen.

No es posible aquí analizar siquiera superficialmente el caso de los exdirigentes kosovares, sin embargo hay un aspecto que no me resisto a mencionar por las resonancias que puede tener respecto al caso español, en concreto en lo relativo a la noción de justicia transicional y a la dificultad de que en el marco de las negociaciones y transacciones inevitables en esos procesos de construcción de espacios de convivencia postraumáticos, se garanticen unos mínimos derechos a la verdad, la justicia y la reparación. En 2008, con la creación de Kosovo como estado independiente de la antigua Yugoslavia (Serbia en sus últimos años), los dirigentes del ELK (Ejército de Liberación de Kosovo), ahora encausados como criminales, eran considerados de hecho los héroes de la independencia por parte de la mayoría étnica triunfante. Lo relevante es cómo unos dirigentes que ocupan los máximos cargos políticos, respaldados mayoritariamente en su propio país, son incriminados por un tribunal internacional por crímenes supuestamente cometidos durante el proceso de emancipación nacional, un proceso además exitoso y apoyado por las potencias occidentales (la OTAN se involucró directamente en las últimas fases de la guerra de Kosovo, a favor de la mayoría albanesa y el ELK). Ni las servidumbres políticas de la transición, ni el sentir de la mayoría de la sociedad, han servido en este caso de coartada para la impunidad.

Revelador también es el procesamiento y condena (en 2016, en Senegal) de Hissène Habré, sangriento dictador del Tchad –el ‘Pinochet africano’–, que, durante los años 80 del siglo pasado, a través de diversas campañas de limpieza étnica, sembró de muerte y dolor aquel país. Aunque poco conocido en nuestro país, el caso es significativo por ser uno de los pocos, junto con algunos procesos, estos bien conocidos, contra las dictaduras del Cono Sur latinoamericano, que concluyó ante los tribunales. Una de sus singularidades es la de ser el único –según se asegura en el libro sobre este caso ‘To catch a dictator’ (Atrapar un dictador, Columbia U.P. 2022), escrito por el abogado Reed Brody, de Human Rights Watch– en el que un exdictador es juzgado fuera de su país: Habré fue detenido en aplicación de una orden internacional, tras largos años de investigaciones y denuncias, mostrando así que la justicia transnacional contra criminales responsables de crímenes contra la humanidad es posible, improbable, quizás, pero posible. Un hecho también notable del caso es la soberanía africana en el proceso y en el propio tribunal creado por la Unión Africana, en contra de la voluntad occidental, que, a través de la CPI, pretendía que Habré fuera juzgado en Bélgica.

En este caso se dan otras circunstancias que son moneda corriente en la lucha contra la impunidad del poder: por una parte, el protagonismo, tanto en la iniciativa como en su persistencia y eventual desenlace exitoso, de la sociedad civil en la forma de entidades de defensa de los derechos humanos, y, muy en particular, de algunos empecinados/as activistas. Y, por otra parte, la prolongada duración de los procedimientos, una de las razones para su habitual fracaso ya sea por agotamiento humano o por carencia de recursos. La condena de Habré se produce casi 40 años después de la comisión de los crímenes y tras un trabajo incansable de un puñado de luchadores, en particular el propio R. Brody, a lo largo de 20 años.

Parece por lo tanto que la justicia universal, aunque es un campo en el que sigue habiendo más ruido que nueces, está viva y es una aspiración común a muchas sociedades y contextos, haciendo honor a su apellido de universal; universalidad que, no obstante, parece relativa: en la historia contemporánea, y en particular tras la 2ª Guerra Mundial, cuando se consolida la doctrina mundial de los derechos humanos y de los crímenes internacionales contra estos, esos procesos nunca han afectado, ni casi amagado, a las potencias occidentales. La justicia universal, en efecto, sólo parece invocarse si el criminal no es socio de un selecto club: el del sistema hegemónico norteamericano y sus aliados y cómplices. Y no es porque estas potencias no hayan cometido crímenes desde mediados del siglo pasado, ya sea por intervención militar directa como en Corea o Irak pasando por Vietnam..., o, como en Guatemala (1954), Cuba (1961), Indonesia (1965-67), Chile (1973 en adelante) o Nicaragua (1980-1990), teledirigiendo a militares locales o mediante tropas mercenarias.

Cabe referirse, por su relativa proximidad en el tiempo, y por afectarnos directamente como país, a uno de los más flagrantes y luctuosos crímenes de guerra orquestados desde el Pentágono, del que en estos días se cumplen 20 años: la invasión de Irak en 2003, con la excusa de desactivar fantasmales (inventados) arsenales de destrucción masiva. Las víctimas iraquíes de aquella agresión se estiman en cientos de miles (nadie se ha puesto seriamente a contarlas, al parecer), la mayoría civiles. En 2016, al mismo tiempo que Habré era juzgado y condenado en Senegal, paradójicamente, en Reino Unido fracasó el intento de procesar al exprimer ministro Tony Blair por la invasión de Irak, a pesar de la publicación en ese año del informe oficial Chilcot, que concluía que aquella fue una guerra ilegal, injusta, inhumana e irracional... un crimen tipificado en el derecho internacional (Estatuto de Roma de 1998, revisado en 2010) como ‘de agresión’, que, además, no sólo no mejoró en nada la situación del pueblo al que se suponía que la invasión liberaría, sino que sumió a Irak en una guerra sectaria que acabó entregándolo al Estado Islámico.

En España ni se ha planteado seriamente el procesamiento de Aznar, cómplice –o comparsa– hasta la parodia, de George W. Bush, presidente de EEUU, y de Blair en aquella aventura. En este sentido nuestros dos partidos mayoritarios lo han tenido siempre muy claro: taparse las vergüenzas mutuamente, prietas las filas con el imperio, con razón o sin ella. La fecha del 7 de abril nos recuerda estos hechos, en particular el asesinato por un proyectil estadounidense del reportero José Couso en Bagdad, en lo que ha sido denunciado como crimen de guerra de momento también impune.

Con ocasión precisamente de la publicación del informe Chilcot, la fiscalía del TPI, ante las trabas para encausar a los culpables, se lamentaba del contraste ‘entre la impunidad de los dirigentes occidentales cuando vulneran la Carta de Naciones Unidas y la exclusiva inculpación de ciudadanos africanos con los actuales instrumentos legales del tribunal. Los 39 inculpados hasta ahora son todos africanos...’ (cita de una tribuna publicada en El País el 10 de julio de 2016, con el elocuente título ‘La impunidad del hombre blanco’).

Justicia internacional: más universal para unos que para otrosUn caso paradigmático en el mundo de los delincuentes internacionales de guante blanco es el del ex Secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger. El pensador-activista británico Christopher Hitchens, dedica su libro titulado ‘The trial of Henry Kissinger’ (El proceso de Henry Kissinger, Verso 2001), a argumentar con abundancia de datos la responsabilidad de aquel en crímenes políticos, tanto selectivos o individuales como masivos, perpetrados en nombre o representación del establishment económico-militar norteamericano, desde Indochina al Cono Sur latinoamericano, pasando por Timor Oriental o Chipre. En este caso el concepto de impunidad se queda corto, este personaje, próximo ahora a los 100 años de edad, goza de la máxima respetabilidad internacional como estadista, y hasta hoy mismo sigue impartiendo exitosa y prolíficamente su particular doctrina ultraliberal mediante conferencias, artículos y libros.

A este respecto, es inevitable mencionar –otro contraste o hecho paradójico– la reciente orden de detención emitida por la fiscalía de la CPI contra el presidente ruso Putin, por crímenes cometidos en Ucrania tras la invasión en 2021, en concreto, la deportación masiva de niños ucranianos. Las agencias subrayan el hecho de que esta sea la primera orden emitida contra el presidente de un país miembro del Consejo de Seguridad de NNUU. Sorprende la diligencia mostrada en este caso por la CPI, loable por supuesto, pero cabe preguntarse por qué no muestra esa diligencia frente a crímenes también contemporáneos y cotidianos como los que comete Israel en los territorios palestinos ilegalmente ocupados en Cisjordania... ¿Tendrá que ver con el hecho de que Israel forma parte del bloque imperial occidental, o, usando la expresión coloquial mencionada, del club de ‘hombres blancos’ e impunes?

Al hilo de la orden de detención contra Putin, se han producido múltiples cuestionamientos de la objetividad de la CPI y su doble rasero para medir los delitos internacionales, mencionándose casos como –de nuevo– la invasión de Irak (2003), la masacre de My Lai en Vietnam (1968) o los crímenes del Estado de Israel durante la ofensiva en Gaza de 2014, que por cierto, dio lugar al inicio de una investigación por parte del fiscal de la CPI en 2021 abortada por la presión de EEUU y Reino Unido.
¿Será entonces, parafraseando el proverbio de Orwell –todos somos iguales, pero algunos son más iguales que otros–, que la justicia es más universal para algunos países y criminales que para otros?

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