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El amor en los tiempos del coronavirus

Javier Sánchez Gutiérrez

Suscriptor de Público

Personal del hospital Sant Pau agradece los aplausos de ánimo. Imagen de Enric Fontcubierta/EFE
Personal del hospital Sant Pau agradece los aplausos de ánimo. Imagen de Enric Fontcubierta/EFE

Es curioso. Están el gobierno y los medios informando concienzudamente de estrategias y recursos para combatir la pandemia. Hablan de "epis", de arcas de Noé, de picos, de mesetas, de escalar y desescalar, de aviones chinos... Pero hasta ahora nadie ha dicho ni pío de nuestra arma más eficaz contra el coronavirus: el amor.

Sí: el amor. Habéis leído bien. Obviamente, no esa sensiblería difusa, ñoña, blanda y estática que se conoce como amor romántico, sino el amor entendido como un profundo compromiso de palabra y obra con los demás. Solo una fuerza motriz de esa naturaleza puede impulsar los episodios de heroísmo que estamos viendo a nuestro alrededor. La gente que está dejándose la piel en los hospitales, la que trabaja con los sectores sociales más vulnerables, la que intenta que sus alumnos progresen aunque sea a distancia, la que recorre incansablemente las carreteras para abastecer nuestras despensas, la que atiende y repone los productos en pequeñas y grandes superficies, la que vela día y noche por la seguridad de todos, la que se encarga de los muertos en su último viaje... está rindiendo muy por encima de sus responsabilidades y de sus nóminas. Y lo único que puede explicar su conducta es un amor desbordado y a manos llenas, aunque nos dé vergüencita decirlo porque suena a cursi y tal y tal.

El Che, que no era precisamente Corín Tellado, ya advirtió que sin amor no puede haber revolución. Porque, en efecto, el amor es también un concepto político que se traduce en solidaridad, en colectividad. Al respecto, si nuestra sociedad no se está derrumbando sobre sí misma, es porque, pese a todo, dispone de unos mecanismos de amor supraindividual y suprafamiliar denominados servicios públicos. Por el contrario, los países que peor lo están pasando son los que carecen de dichas estructuras, bien porque han sido históricamente saqueados por potencias colonizadoras, bien porque sus gobernantes han aplicado las políticas de amor invertido que predica el neoliberalismo: obtención de beneficio a costa de lo que sea (incluyendo la vida), adelgazamiento del estado, fiscalidad regresiva, privatizaciones...

El caso es que aquí estamos. Inmersos en una cuarentena que nos ha pillado a todos y todas completamente desprevenidos, porque pensábamos que las epidemias eran cosa de la Edad Media. Lo estamos pasando mal, muy mal. Estamos diseñados para movernos, y el confinamiento se nos hace interminable. La incertidumbre se está apoderando de muchos hogares ante un futuro económico más bien sombrío. Y está muriendo mucha gente, demasiada gente. Ahora bien, a la vez se están desatando inesperadamente unas energías gigantescas. Los hospitales se han convertido en campos de batalla donde se lucha por la vida, no por la muerte. Los balcones son ahora espacios de encuentro y altavoces de gratitud de toda una sociedad. Muchos portales funcionan como comunidades de apoyo mutuo en los que se atiende a los más débiles (ancianos, enfermos...). Los mismos hogares se han transformado en parques infantiles, escuelas, cines, teatritos, talleres de pintura, pistas deportivas, gabinetes psicológicos...

Decía Saramago que hay dos súper potencias: EEUU y tú. Entonces, ¿qué haremos cuando el coronavirus no sea más que una pesadilla? ¿Atrincherarnos en el circuito cerrado de los afectos familiares? ¿Embelesarnos con nuestro propio ombligo? ¿Persistir en un capitalismo suicida? ¿Malvender a fondos buitre hasta los palos del sombrajo? ¿Confiar en que venga a salvarnos la "mano invisible"? ¿O seguir socializando nuestro amor para generar un mundo más justo, más igualitario y más seguro?

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