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La mañana siguiente al Apocalipsis

Antonio Monterrubio Prada

Profesor y suscriptor de Público. Desde Zamora.

La mañana siguiente al Apocalipsis
Silueta de ciudad. Josh Rose / Unsplash.

Son muchas las voces más o menos autorizadas que se alzan profetizando que el paisaje después de esta batalla, en España y en el mundo, no volverá a ser el de antes. Esto no lleva sin embargo a que el planeta pase a ser, de golpe y porrazo, un lugar más abierto, solidario y atento a lo realmente importante. No hay que deleitarse imaginando espléndidos amaneceres iluminados por el radiante sol de la fraternidad universal. Ya Spinoza nos advirtió sobre lo nocivos que eran, para el pensamiento libre, tanto el miedo como la esperanza. Si queremos que la sociedad que salga de esta pesadilla sea mejor que la que cayó en ella, hará falta dar la batalla de las ideas y ganarla.

Todo virus que se precie es una pésima noticia rodeada de una membrana de lípidos y glicoproteínas. El SARS- CoV-2 vehicula además una altísima dosis de mala leche. Pero tarde o temprano su letal periodo de gloria pasará. Luego tendremos que soportar su engorrosa compañía, si bien ya con mayor tranquilidad. Mientras, los virus de la inquina, la ignorancia y el rechazo violento seguirán replicándose. Corremos el riesgo de que tras la pandemia, podamos disfrutar de la victoria y celebrar haber sobrevivido, aunque cargando con la tristeza de no haber aprendido nada y no haber olvidado nada.

Las cosas no van a cambiar por arte de magia. Será indispensable la contribución de, por ejemplo, tú. Y yo. Y muchos otros. Pues en caso contrario todo seguirá igual. Incluso persistirán en regatearle a nuestra salud los recursos tanto humanos como materiales. Y la siguiente plaga nos volverá a pillar no ya desarmados, sino enteramente desnudos. Ahora que estamos contemplando en directo lo que hace la Sanidad Pública por nosotros, sería el momento de concienciarnos de lo que nosotros podemos y debemos hacer por ella. El triunfo de lo público, de lo común, de la solidaridad sólo puede llegar si los más están convencidos de su justicia y su necesidad. Y las fuerzas que se oponen a ello son temibles.

Las horas que vendrán nos permitirán comprobar si los buenos sentimientos que florecen por doquier no están sometidos a un proceso de obsolescencia programada que los marchite en cuatro días. Los malos, en cambio, parecen ser inmortales. Hasta en el periodo álgido de la crisis topamos con la miseria moral que conmina a un médico o a una cajera a irse de su vivienda, no vaya a ser que nos contagien. El Santo Oficio de las ventanas se dedica a la práctica de autos de fe espontáneos contra quien pasea a su hijo con autismo, o contra la enfermera que vuelve derrengada tras un doble turno hospitalario.

Debemos asumir que la solidaridad que ahora reina en los balcones tiene fecha de caducidad. Si se quiere una sociedad futura más abierta, generosa y fraternal, será menester cultivar una conciencia de hoja perenne. Las y los trabajadores sanitarios en cuyas manos está el cuidado del más imprescindible de nuestros bienes son los héroes homéricos de este tiempo. Aquellos en los que habitualmente no se repara (transportistas, limpiadores, policías, empleados de supermercado), hoy son mirados con otros ojos. Ya veremos cuánto dura tanta admiración y reconocimiento. La memoria colectiva recuerda a menudo la de los peces.

No estoy diciendo que no sea posible una salida solidaria y progresista de esta emergencia dramática, pero sí que su viabilidad requiere esfuerzo, dedicación y un gran trabajo didáctico. Tal vez se trate de quimeras o utopías. Aún así, son irrenunciables. Y un primer paso es tener bien claro que la res publica no se vende: se defiende.

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