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Profe, ¿y esto para qué sirve?

Patricia Fuentes Romero y Albano de Alonso Paz

Profesores de Lengua y Literatura en Educación Secundaria y especialistas en didáctica de los museos y educación cultural, respectivamente

Profe, ¿y esto para qué sirve?
Niños en una escuela. Andrew Ebrahim (Unsplash)

Cualquier persona que haya tenido relación con niños y niñas en torno a los tres años de edad habrá notado que tienen una curiosidad insaciable. Suelen hacer preguntas de todo tipo. Muchas de esas cuestiones, además, tienen a veces un alto grado de complejidad y son difíciles de responder para las personas que estamos a su alrededor. A veces nos asombran, otras nos sacan una sonrisa mientras. Las peores son aquellas que no sabemos contestar.

¿Por qué sale la luna si es de día?¿Por qué las pompas de jabón tienen colores? ¿Por qué me persigue el arcoíris cuando camino?

Tal vez les suenen: son una forma de cuestionamiento universal para una persona de tan corta edad. Entre tanta pregunta, es inevitable que surja otra duda: ¿por qué, con el paso de los años, estas preguntas se diluyen hasta que se pierden? ¿Por qué, cuando vamos creciendo, vamos dejando de hacernos preguntas trascendentales y pasamos siempre a buscar la utilidad de los saberes? ¿En qué momento pasamos del "¿por qué?" al "¿para qué?"?

La visión deshumanizada –casi inhumana, incluso– de la educación se ha expandido en nuestros días. La lógica del mercado en la escuela ha echado raíces en las entrañas del sistema, hasta el punto de que no sabemos cuándo fue el momento en el que las preguntas por el sentido de nuestra existencia o el valor de lo intangible dieron lugar al "para qué", a lo práctico, a lo funcional, a lo simple. En las aulas se nos interpela con frecuencia: "Profe, ¿pero para qué me sirve saber que Lazarillo de Tormes se publicó en 1554? ¿Me van a contratar en alguna empresa por saberlo?".

Hay respuestas más o menos creativas para las preguntas de esa naturaleza: "Ganarás al Trivial si sabes la publicación del Lazarillo" o "La poesía sirve para ligar". Con la última sentencia suelen gritar entre risas que esos tiempos eran otros.

Atenea, en la mitología griega, representa la sabiduría. ¿En qué momento  desaparece de nuestras vidas el afán por alcanzarla? ¿Cuándo y por qué dejamos de querer respuestas y solicitamos obtener rentabilidad de lo aprendido? En el Canto I de la Ilíada, mientras Aquiles y Agamenón se enfrascan en una violenta discusión, la cólera de Aquiles es detenida por la repentina aparición de la diosa Atenea, que le hace desistir, con sus consejos, de su intención de atacar a su contrincante. Y así ha sido a lo largo de los tiempos: el conocimiento, la mesura, el equilibrio, la cultura o el gusto por aprender han servido de muro de contención de batallas desde épocas pasadas.

Hoy los tiempos son otros: el individualismo, como expresión cotidiana del capitalismo, ha hecho sucumbir en nuestro alumnado –sin que lo pueda evitar– ese vuelo del ave que los acompañaba desde pequeños: el ave de la curiosidad. El escritor Hermann Hesse decía que la educación que recibimos nos arrebataba la libertad y la personalidad, y que esta nos introducía en un estado de forzoso ajetreo en donde no existe una pausa para el respiro. ¿Está en ese ajetreo la causa de que pensemos que todo tiene que servir para algo? Aquellos que nos dedicamos a la enseñanza sabemos cuántas veces somos capaces de anhelar un paréntesis para respirar en un día cualquiera de trabajo; pues bien, pensemos si en las diferentes etapas educativas los alumnos y las alumnas encuentran algún momento para esa pausa, necesaria también para que puedan repensar su existencia.

No, no todo tiene que servir para algo. Porque es esa eterna utilidad la que puede hacer que el alumnado note ‘monotonía de lluvia tras los cristales’, si recurrimos a los versos de Machado, y no el sentido de lo que supone aprender en sí mismo, ese vuelo de una lechuza que siempre está ahí, tras los cristales. Convivimos en una escuela que resume meses de aprendizaje en números o valoraciones, en donde lo único que importa es el resultado que se obtiene y no el proceso en sí mismo. Al final, el placer por descubrir queda para otro momento, un instante que nunca llega o que se escapa mientras se busca obtener el máximo beneficio de algo que, en realidad, no sigue patrones económicos.

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