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El dilema de Rajoy

En Europa, donde las formaciones conservadoras suelen estar segregadas de la derecha extrema, el Partido Popular español es una excepción. Alianza Popular, origen del PP, nació de la mano de viejos exministros franquistas dispuestos –muchos de ellos a regañadientes o por mero sentido de la oportunidad– a participar en la nueva etapa política que surgía de la dictadura. Tras 35 años de existencia, el partido no ha logrado superar la contradicción entre ese origen y su voluntad de homologarse con los partidos conservadores europeos. El motivo de fondo de dicha contradicción es que el 90% de los electores que se sitúan en la extrema derecha se siente identificado con el PP y, al mismo tiempo, esta formación no se puede permitir el lujo de prescindir de esos votantes, porque sin ellos le resultaría prácticamente imposible llegar al Gobierno. Es cierto que otros partidos conservadores, como el de Sarkozy en Francia, intentan en ocasiones pescar en el electorado de la extrema derecha, pero la inmensa mayoría de los ultras suele preferir el original (el Frente Nacional) que oportunistas sucedáneos.

Es posible que Mariano Rajoy sea una persona moderada, pero en los ocho años que lleva al frente del PP no ha conseguido la fórmula mágica que permita a su partido materializar su pretendido viaje al centro. La estrategia que ha adoptado es tan simple como burda: permitir que viejas glorias del partido animen a la extrema derecha (Aznar, Mayor Oreja) y dirigentes actuales (De Cospedal, González Pons) intenten desprestigiar al Gobierno mediante insultos e infamias, mientras él se mantiene impoluto, reservado para las grandes tareas de Estado que le aguardarían en 2102. Por más que hoy las encuestas (aún) le sonrían, la cuadratura del círculo es muy complicada: movilizar a la derechona eterna, apaciguar a los reaccionarios que lo tachan de "maricomplejines", atraer a los votantes centristas con un programa de reformas liberales que –al menos en parte– ya le ha robado el Gobierno socialista, enfrentarse a un rival surgido de primarias y, encima, unir esas piezas con tal sutileza que el resultado no movilice al votante socialista situado más a la izquierda, decepcionado con Zapatero pero siempre reactivo ante una derecha sin complejos.

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