El óxido

Desde Madrid con amor

Madrid es una ciudad fascinante. Tiene el que probablemente sea el cielo más hermoso de toda España, los amaneceres y atardeceres más bonitos, excepto cuando la boina de contaminación nos impide disfrutar de esa belleza. Es una ciudad que, como todas las grandes urbes, nunca duerme. Si uno tiene la necesidad de rodearse de gente, algo que en mi caso es poco probable, no tiene más que pasarse por la Gran Vía a cualquier hora del día y de la noche. Madrid además tiene una oferta cultural que deslumbraría a cualquier joven hipster de esos con pantalones de pitillo y gafas de pasta. Sus museos, sus galerías de arte, sus cines y sus salas de concierto son tal vez el mayor atractivo de una ciudad donde uno puede irse de tapas con Goya y tomarse unas copas con Patti Smith en el mismo día.

Pero yo he de reconocer que he establecido una relación amor-odio con Madrid difícil de caracterizar. No hay duda de que la ausencia de mar influye, especialmente para los que como yo crecimos saboreando el salitre del Cantábrico, pero no es el único elemento de la capital que acaba contrariando al exiliado. Uno tiene la sensación de ser extranjero entre extranjeros, de habitar una ciudad donde el desarraigo es un modo de vida. Algunos llaman a esto cosmopolitismo pero yo tengo dudas de que ese término, por otro lado tan vacuo como cargado de ideología, sea algo más que un eufemismo de un carácter mucho más complejo. Madrid es una ciudad rancia y moderna a la vez, que pretende oler al mismo tiempo a fritanga y a pachuli. Esa mezcla de gallinejas y gastronomía molecular a algunos les resulta divertida. Incluso seductora. No es mi caso. Nunca he encontrado atractivos a esos amores que un día te agasajan y al otro te desprecian. El trastorno bipolar, lo entenderán quienes lo sufran, no es divertido. Y no me gusta que me den una de cal y otra de arena. Sobre todo cuando la arena es la de una playa que ni existe ni existirá.

Madrid me ha aportado cosas maravillosas. Uno tiene la sensación de estar donde suceden las cosas verdaderamente importantes, especialmente en una época tan difícil como la que nos está tocando vivir. He conocido a una parte de la sociedad que sabe mirar la realidad con ojos críticos y que no se conforma con el mundo que le rodea. Una parte de la sociedad que algunos creíamos dormida pero que estaba mucho más despierta de lo que pensábamos. Aun recuerdo con admiración la lección de solidaridad, dignidad y tolerancia que dieron los madrileños tras los atentados del 11M.

Pero también he conocido en la capital un lado oscuro, rancio, intolerante y ultraconservador con el que nunca me había topado al norte de los Picos de Europa. Hasta que llegué a Madrid solo conocía de oídas lo que era Intereconomía. Pero aquí basta montarse en un taxi o tomar un café en algunos bares de barrio para conocerla. Y aun hoy me sorprendo cuando veo a alguien por la calle con La Gaceta debajo del brazo y trato de buscar en el sujeto en cuestión algún signo de tara mental que explique ese gusto por una literatura tan obscena. Todavía recuerdo cuando, viviendo aun en Xixón, escuchaba cada mañana a Federico Jiménez Losantos en la COPE. Y no era el único. Nos resultaba divertido y al mismo tiempo morboso despertarnos con una barbaridad mayor que la del día anterior, con un discurso extremista que creíamos fuera de lugar y desajustado con la realidad social española. Pero vivir en Madrid cambia la perspectiva y lo que antes provocaba sorna hoy me produce miedo. Miedo por comprobar que existe una parte de la sociedad especialmente permeable a ese tipo de mensajes. Y miedo por saber que lo que antes era una rareza, una extravagancia de la emisora de los obispos, hoy es norma en la inmensa mayoría de los medios de comunicación de España, con unas pocas y honrosas excepciones.

En estos días donde se habla de independencia, de soberanismo y de derecho a decidir, no es difícil oír en Madrid cosas que ponen los pelos de punta a cualquiera que sea mínimamente sensato. Si antes ya existían mitos sobre catalanes y vascos, hoy son especialmente virulentos. Y probablemente, no lo niego, existirán también mitos sobre los madrileños que se ajustan poco o nada a la realidad de una sociedad compleja. Pero Madrid es una ciudad de extremos, de todo o nada. La moderación no es precisamente una característica de la capital y si en algún momento tuvo atractivo esa doble personalidad, la rancia y la moderna, hoy me resulta inquietante. Sobre todo porque la intolerancia de aquí alimenta una intolerancia de allí igualmente dañina.

Pero antes de que los madrileños se me echen con razón a la yugular, he de aclarar algo que debiera de ser obvio. Caracterizar a toda una ciudad de más de tres millones de habitantes con unos pocos adjetivos es reduccionista e injusto. Pero minimizar un caldo de cultivo que fomenta el odio y la intolerancia hacia el otro y que puede provocar una insalvable fractura social de índole territorial no es buena estrategia para lograr el entendimiento entre distintos sentimientos nacionales. Se dirá, no sin razón, que ese reducto extremista existe también en otras zonas del Estado. Quizás en todas. Pero por la particular proyección que en Madrid tienen esos mensajes en los medios de comunicación de ámbito estatal, el peligro en el kilómetro cero es especialmente inquietante. Y dicho esto insisto: Madrid es una ciudad fascinante.

Amanecer Madrid

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