El óxido

I ara què?

Las elecciones catalanas han caído como un jarro de agua fría para las pretensiones independentistas. La falta de éxito se ha convertido en un fracaso para quienes blandieron la estelada en las últimas semanas. Sumados los resultados de los tres partidos abiertamente soberanistas (si es que CiU lo es), alcanzan un saldo ligeramente inferior en escaños al de las elecciones de 2010. Si entonces el Parlament contaba con 76 diputados catalanistas, suma de CiU, ERC y Solidaritat Catalana per la Independència (el partido de Joan Laporta), estos comicios arrojan unos resultados que otorgan 74 escaños a los partidos que apuestan por el proceso independentista. Pero si en ambas citas electorales sumamos los resultados de Iniciativa per Cataluña, favorable al derecho a decidir, el marcador soberanista se quedaría en un 86-87 a favor de los últimos comicios, que superarían por la mínima los resultados de 2010. E incluso el PSC, ambigüedades aparte, ha incluido en su programa electoral la posibilidad de celebrar una consulta sobre el futuro de Cataluña como país, con lo cual la mayoría en el Parlament favorable a un referéndum es abrumadora, con las únicas excepciones de los 28 diputados del PP y de Ciutadans en una cámara de 135 escaños.

Pero en cualquier caso el proceso iniciado por Artur Mas tras la numerosísima manifestación de la Diada ha quedado seriamente tocado. No se ha logrado esa exultante mayoría que se pretendía y que se decía necesaria para avanzar en la construcción de un Estado propio. Aunque la mayoría catalanista sigue siendo amplia, muy amplia, y permitiría replantearse el papel de Catalunya en España y la relación de ésta con aquella, las elecciones han puesto un obstáculo –uno más- en la vía soberanista. Lo que hace tan solo unos meses parecía pan comido, hoy se presenta como una tarea hercúlea en la que CiU tendrá que lidiar con pactos postelectorales complicados y con una gobernabilidad más difícil que en la última legislatura. Ni siquiera es completamente descartable que la imposibilidad de alcanzar acuerdos sólidos y de aprobar los presupuestos obliguen a convocar una nueva cita electoral a medio plazo.

Pero si no ha habido grandes desplazamientos electorales en el eje soberanismo/españolismo, si se ha producido un movimiento de los votantes hacia la izquierda. Si en 2010 había 48 diputados progresistas en el Parlament, hoy son 57 sin sumar los 9 escaños de Ciutadans, que a pesar de hacer gala de un españolismo que a algunos les parecerá incompatible con la izquierda, mantienen un programa electoral de corte social. Las agresivas políticas neoliberales de Artur Mas explican este viraje a babor del electorado. Y la sana irrupción de la Candidatura d’Unitat Popular en el Parlament servirá para vigilar que las posibles tentaciones de ERC de sacrificar políticas sociales por soberanismo se encuentren con una alternativa que en un futuro puede ser la horma de su zapato, como lo fue el partido de Beiras al BNG en las pasadas elecciones gallegas.

Ahora el pacto más lógico parece ser el de CiU y ERC. Parece difícil pensar que el PP quiera mancharse las manos apoyando a una formación sobre la que ha puesto el foco de la desintegración de España, por mucho que sus políticas neoliberales sean similares. Y en cuanto al PSC, la mácula de una eventual participación en el que probablemente sea el gobierno más antisocial del Estado sería el tiro de gracia que le faltaba no solo al socialismo catalán, sino también al español, que a pesar de los malos resultados electorales ha conseguido mejorar las desastrosas expectativas que le auguraban las encuestas en Catalunya.

La pelota, por tanto, está en el tejado de ERC. Se trata de saber si sacrifican la primera de sus siglas por un proceso soberanista del que ni siquiera CiU está muy convencida. O si por el contrario entienden que la vía hacia la independencia, si bien no está muerta, ha quedado muy tocada y participar en un gobierno liquidador del Estado del Bienestar plantea más problemas que beneficios para una formación progresista. Pero en cualquier caso ya no se trata solo de saber que capacidad tiene ERC de arrastrar a CiU hacia la independencia, sino de conocer hasta que punto Artur Mas es capaz de calmar a una parte importante de la sociedad que le reclama coherencia en el prometido proceso soberanista.

En definitiva las elecciones presentan un panorama incierto para los que pensaban que el masivo apoyo ciudadano a la independencia estaba hecho. Pero sería un error para quienes desean una Cataluña dentro de España pensar que el proceso soberanista quedará en el cajón de los olvidos. Al menos la consulta va a ser obligada, si atendemos a la correlación de fuerzas favorables a ella en el Parlament y a la presión que pueda ejercer la calle en esa dirección. A nadie mínimamente sensato puede sorprenderle la frustración de una parte de la sociedad catalana sobre su encaje en España tras la sentencia del Estatut. Y esa frustración no desaparece de la noche a la mañana, por mucho que Artur Mas se empeñe en ello.

Si existiese vida inteligente en la cabeza de quienes nos gobiernan desde Madrid tratarían de desactivar el pulso independentista catalán, y de paso el vasco, a través de un nuevo modelo de Estado que avance en la vía federal. Pero para eso se necesitan reformas constitucionales que requieren de amplios consensos. Y no parece que en Moncloa el diálogo sea un valor en alza. Si finalmente la vía soberanista queda abortada por estos resultados electorales no será más que un nuevo cierre en falso. Y cuando vuelva a abrirse esa puerta puede hacerlo de un modo mucho más doloroso y traumático.

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