El óxido

Política, ficción y televisión

Casi desde que los seres humanos decidimos organizarnos en sociedad han convivido dos maneras enfrentadas de entender la política. Por un lado la tradición del idealismo hunde sus raíces en figuras como Platón y Cicerón y se desarrolla con nombres como Grocio o Kant. Los idealistas consideran que la convivencia de los seres humanos se puede –y se debe- desarrollar bajo el dictado de la razón, que será la encargada de tratar de evitar el conflicto o al menos de atenuar sus efectos más nocivos. El pacto, la negociación y especialmente la ley cumplen un papel regulador que trata de poner límites al egoísmo de los seres humanos. La política aparece así como una disciplina sometida a la moral, que persigue la paz (perpetua, que diría Kant) como fin último de las relaciones entre los seres humanos, los pueblos, los Estados...

Frente a la concepción idealista surgirá la corriente conocida como realismo. Aristóteles, Maquiavelo o Hobbes son sus máximos representantes. Consideran que el conflicto es consustancial a la naturaleza humana, siempre egoísta y belicosa. La política sería entonces el arte de la dominación de los débiles por los más fuertes, en la que opera una suerte de selección natural que premia a quien detenta el poder frente a quien es sometido por él. El término realpolitik, acuñado para expresar una forma particular de ejercer las relaciones internacionales, hace referencia precisamente a esa autonomía de la política con respecto de la moral, en la que prima el pragmatismo por encima de cualquier otro valor.

La pequeña pantalla ha conseguido representar como nadie ambas corrientes de la filosofía política en algunas series de televisión de nuevo cuño, de esas que ya no tienen nada que envidiar al cine como narrativa audiovisual. Algunos recordarán El Ala Oeste de la Casa Blanca, un brillantísimo producto de Aaron Sorkin de principios de siglo en el que se representaba el día a día de la oficina de un presidente demócrata de los EEUU, interpretado por un grandioso Martin Sheen. La política, la alta política, aparece como una actividad donde abunda el diálogo, la negociación y el pacto. Una actividad además repleta de dilemas morales que se resuelven siempre a favor de "los buenos", en un alarde de un patriotismo norteamericano de corte demócrata un tanto ingenuo que no obstante no resta un ápice de valor a la serie.

Si El Ala Oeste es la viva imagen del idealismo político en la pequeña pantalla, House of Cards hace lo propio con el realismo. Se trata de una serie británica de los años ochenta que ahora acaba de ver nacer su remake norteamericano de la mano de Kevin Spacey, que representa a un congresista estadounidense dispuesto a hacer cualquier cosa por trepar en el escalafón político y por dar el salto del Capitolio a la Casa Blanca, espacios donde abundan la corrupción, los chantajes y la manipulación informativa. Lo que en El Ala Oeste eran dilemas morales es ausencia del más mínimo criterio ético en House of Cards, donde la política aparece como una actividad despiadada, inhumana y esencialmente cínica. Mientras que en la serie protagonizada por Martin Sheen el mal es disfuncional, una mera desviación de la política -que en esencia es una actividad "buena"-, en el trabajo de Kevin Spacey el mal es precisamente el mecanismo que permite que la política funcione, aun siendo la herramienta para colmar el ansia de poder de unos pocos. Si el Presidente Barlett y sus colaboradores se empeñaban en hacer funcionar el sistema respetando sus normas, el congresista Frank Underwood las ignora deliberadamente buscando atajos tan poco legales como éticos para conseguir sus objetivos.

Ya Gus Van Sant llevó recientemente a la pequeña pantalla su propia interpretación del realismo político con la serie The Boss, protagonizada por un alcalde de Chicago capaz de llevar la corrupción, el soborno y el chantaje a su máxima expresión. Y al espectador atento le resultarán familiares los protagonistas de House of Cards o The Boss, personajes que encajarían a la perfección en el Caso Bárcenas y en la trama de los sobresueldos –chantaje del ex tesorero incluido- de los altos cargos del Partido Popular.

Si a la serie de Aaron Sorkin se le puede acusar, no sin razón, de una excesiva candidez que nos muestra a la política como una actividad cargada de valores y buenas intenciones, casi como si se tratara de un cuento de hadas, de House of Cards se podría decir que es excesivamente descreída. Su discurso fácilmente nos puede invitar a abrazar la antipolítica y a situarnos en una perspectiva nihilista que no siempre es la más constructiva. Quizás la virtud se encuentre, a la manera aristotélica, en el justo medio, en someter a sospecha a la política sin que ello impida poder entenderla como una actividad útil para organizar la convivencia, por más que algunos se empeñen en usarla para colmar su ambición de poder y dinero.

Pero ya concibamos la política como una actividad sagrada o como un subterfugio del egoísmo más inmoral, El Ala Oeste de la Casa Blanca y House of Cards son dos trabajos imprescindibles para quien desee adentrarse en la representación del poder político en la ficción. Ficción siempre superada por la realidad que nos muestran las noticias de cada día. Una realidad política que ni siquiera el más brillante director ha conseguido aun plasmar en toda su complejidad.

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