El óxido

Mateo 7:3

Pocas cosas hay más humanas que buscar en el otro la responsabilidad de las desgracias que nos afectan. La culpa sin rostro rara vez es útil para saciar la ira ante las desdichas. Y si es cierto que la mayoría de las veces los responsables tienen nombres y apellidos, también lo es que los seres humanos tendemos a dividir el mundo entre buenos y malos en un ejercicio de maniqueísmo y simplificación en el que nosotros, por supuesto, nos situamos dentro del primero de los conjuntos.

Esta crisis que ya dura tanto que parece eterna se presta a ese tipo de arqueología de la culpabilidad. Y en esa tarea hemos encontrado en los políticos la diana perfecta para nuestros dardos. Motivos no nos faltan. Entre los responsables políticos españoles, principalmente los de los dos grandes partidos, ha abundado la torpeza, la inutilidad y la falta de sensibilidad para con el sufrimiento, cuando no la corrupción y el interés particular. Generalizaciones aparte, sufrimos a una clase política que, sin llegar al grado de ignominia de la italiana, se ha ganado a pulso la animadversión del ciudadano medio.

Pero como en el versículo del evangelio de Mateo, muy propio para la resaca de la Semana Santa, los ciudadanos vemos con claridad la paja en el ojo ajeno y difícilmente detectamos la viga en el propio. En una democracia como la nuestra (que por más imperfecta que sea, sigue siendo democracia) los ciudadanos tienen, ni más ni menos, la clase política que se merecen y a la que han votado. Criticamos, con razón, que el PP ha incumplido su programa electoral pero ni el más cívico de sus votantes se ha molestado en leerlo antes de depositar la papeleta en la urna. Cuestionamos el bipartidismo cuando lo que sobran son partidos políticos a los que votar para todos los gustos y colores. Y aun hay quien vota en blanco porque ninguno de ellos le convence.

Hemos vivido hasta el estallido de la crisis en una orgía de ladrillo en la que hasta el vecino más tonto compraba pisos para especular con ellos mientras miles de adolescentes abandonaban sus estudios para trabajar en la construcción. Criticamos a los gobiernos que no han sabido o no han querido pinchar la burbuja inmobiliaria pero ningún partido hubiera soportado en las urnas cerrar el grifo del crecimiento anual del 7% del PIB per cápita de los españoles. Los mismos españoles que se dejaban embaucar por productos financieros que vendían euros a cien pesetas y que entonces no se movilizaban ante los abusos de los bancos.

Desde luego que las responsabilidades no se reparten a partes iguales. Banqueros, políticos y grandes promotores inmobiliarios tienen más culpa de la situación que ese familiar que todos tenemos que ha comprado un piso para revenderlo un año más tarde por un precio mayor. Pero pecaríamos de injustos si no reconociésemos que la sociedad española anda más bien escasa de eso que los griegos llamaban virtud cívica y que consiste en poner por delante el interés general al particular. Y ya puestos, en este acto de contrición que todo pecador debe hacer, debemos de admitir que si alguna vez la sociedad de este país tuvo cultura política, sin duda se la dejó olvidada en el fondo de algún cajón durante los años de dinero fácil. Solo así se explica que los mismos políticos corruptos hayan ganado elecciones una y otra vez con mayorías absolutas que deberían avergonzar a cualquier ciudadano con un mínimo de ética. Y aunque nos dejemos la garganta gritando eso de "no nos representan", la realidad es que si lo hacen, si nos representan, y con el aval de millones de votos que alguien, siempre otro, ha depositado en las urnas.

La estrategia de los escraches desarrollada por la PAH en las últimas semanas tiene la virtud de señalar a algunos de aquellos que más daño están haciendo a la sociedad española desde sus escaños. Es sano en democracia que los ciudadanos conozcan a sus verdugos. Pero también los escraches tienen debilidades nada desdeñables. Son un asidero para algunos de los discursos más populistas según los cuales los políticos tienen culpa hasta de la muerte de Manolete. Además tienen algo de arbitrario y, por tanto, de injusto. ¿Por qué escrachar a algunos de los responsables y no a otros? ¿Por qué los políticos merecen ser denunciados públicamente mientras los banqueros se libran de ello? Pero la que quizás sea la mayor debilidad de la estrategia de los escraches es su dificultad para ponerle limites. Bastaría una bravuconada de alguno de los diputados escrachados para generar una situación de violencia difícilmente predecible. La carnaza para tertulianos conservadores estaría servida, lo que podría dañar la imagen de una plataforma que se ha ganado por méritos propios la simpatía de la inmensa mayoría de los ciudadanos al margen de ideologías.

Desde luego hay que quejarse y señalar con el dedo a quienes más daño han hecho en esta crisis criminal. Pero si queremos que esto sirva de vacuna y que nunca más vuelva a ocurrir una crisis de esta envergadura, debemos asumir también la parte de culpa que a todos nos toca, por pequeña que sea. No estaría mal que además de hacer escrache a los políticos de turno nos lo hiciésemos de vez en cuando a nosotros mismos. Por eso de sacar la viga de nuestro propio ojo y hacer penitencia. Amén.

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