El óxido

Sin perdón

Pedir perdón y reconocer los errores propios es un arte, cuando se hace desde la sinceridad y la honestidad. Solo perdonar a quien nos ha dañado ennoblece más al ser humano que solicitar el perdón de los otros. Hay quien dice que el perdón, como la culpa, es un concepto judeocristiano, como si eso de por si fuese negativo y como si el resto de culturas y civilizaciones no cultivasen el noble arte de pedir perdón por los errores propios y de perdonar los ajenos. Yo me rebelo contra esa idea. Perdonar a quien nos ofende, cuando la disculpa y el arrepentimiento son sinceros, nos hace crecer como seres humanos. Y pedir perdón cuando uno se equivoca es una muestra de humildad nada habitual en nuestros días que debiera ser cultivada con mayor asiduidad.

En política el perdón, tanto el pasivo como el activo, es algo extraño. Poder y perdón parecen elementos ajenos, que se repelen como los polos iguales en los imanes. Tal vez porque la humildad no es una cualidad que puntúe en un mundo de seres humanos que se creen designados por el dedo de Dios para organizar la sociedad, como si de un casting de demiurgos se tratase.

Al margen de los muchos errores que haya podido cometer a su paso por La Moncloa, Zapatero supuso un soplo de aire fresco con aquel famoso talante del que se burlaba la oposición conservadora. A diferencia de sus predecesores, aquel Aznar que parecía un caudillo dispuesto a conquistar barbaros territorios y un ególatra Felipe González capaz de jactarse de tener en sus manos la vida de pérfidos terroristas, Zapatero sabía pedir perdón y mostraba, al menos de cara a la galería, una humildad muy higiénica desde el punto de vista político. Por supuesto eso no le redime de todos los errores cometidos durante sus ocho años de gobierno, que son muchos. Demasiados. Y algunos de ellos imperdonables. Pero, llámenme simplista, tiendo a desconfiar de aquellos seres humanos que muestran públicamente un excesivo amor a si mismos. Suelen ser incapaces de reconocer las meteduras de pata propias y en cambio son exquisitos al detectar las ajenas.

Ahora Rajoy pide perdón por confiar en Bárcenas. "Me equivoqué", ha dicho. Pero en el perdón, como en casi todo en la vida, las formas importan . Un perdón que se pide con la boca pequeña, esperando al primero de Agosto, en plena Operación Salida, para que nadie lo escuche, no es un verdadero perdón. Es un simulacro de perdón. Y nada hay peor que un simulacro, una representación vacía que se queda en lo epidérmico sin permitir que la aguja de la disculpa perfore la vena e inocule su medicina. No vale eso de pedir perdón y acto seguido echar la culpa al otro. Eso es hacer trampas. Justo lo que ha hecho Rajoy en un Senado reconvertido en Congreso: la culpa es de Bárcenas, de la oposición, de los medios de comunicación... Siempre del otro. Un particular modo de entender las disculpas.

Un verdadero perdón además debe ir acompañado necesariamente de la reparación del mal causado. Y en el caso que nos ocupa, el Presidente de Gobierno tan solo tiene una salida creíble y honorable: la dimisión. Porque su colegueo con un ex tesorero del PP titular de varias cuentas en paraísos fiscales casa mal con el cargo institucional del inquilino del Palacio de la Moncloa. Porque todo indica que los líderes populares, con Rajoy al frente, están pringados hasta la médula en una trama de dádivas oscuras, casi negras, donde hasta el más tonto recibía sobresueldos. Porque han mentido y ocultado la verdadera relación que mantenían con el ex tesorero con aquel trabalenguas de la "indemnización en diferido" y la "simulación de contrato" (Cospedal dixit). Porque se trata de un caso de corrupción en toda regla y de financiación irregular de la principal formación política española que además llega en un peligroso momento de descredito social de nuestro sistema democrático y de nuestros representantes públicos. El caldo de cultivo perfecto para que surja algún salvapatrias populista, seguramente vestido de magenta, que se aproveche de la situación si una dimisión no lo remedia antes.

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