El óxido

Sí a la guerra

Forma parte de la condición humana desear imposibles y recurrir a la ley del mínimo esfuerzo para lograrlos. De ese modo pretendemos que nos toque la lotería sin jugar ni un solo décimo. Aspiramos a seducir sin que sea necesario el concurso de la mirada, de la palabra o de los gestos. Buscamos el milagro que solucione todos nuestros problemas como por arte de magia y sin necesidad de pagar peaje alguno por ello. Pero el mundo, para nuestra desgracia, no funciona como una maquinaria en la que un botón de encendido y apagado detiene los engranajes que nos provocan desdichas.

Ya la tragedia griega nos enseñó que en la vida rara vez nos toca escoger entre un bien y un mal. Habitualmente son dos males los que se presentan a nuestro juicio para que elijamos el menor de ellos. Y se trata siempre de una decisión difícil en la que nos dejamos algo por el camino; en la que pagamos un precio, en ocasiones demasiado alto, por poner freno a la tragedia. Nadie dijo que las elecciones morales fuesen sencillas. Más bien todo lo contrario. Si la cuestión consistiese en decir entre lo mejor y lo peor, sería fácil ponerse de acuerdo y el conflicto sería un escenario extraordinario de nuestra existencia. Pero la realidad es muy diferente. El conflicto es la norma y el acuerdo la excepción. Y el debate moral consiste en valorar cuanto se gana y cuanto se pierde con cada una de las decisiones que nos vemos obligados a tomar en la vida.

Decía Giovanni Sartori que lo que diferencia a la derecha de la izquierda es que esta última es virtuosa. La izquierda es siempre moral y suele estar guiada por una concepción particular del bien que en demasiadas ocasiones de nuestra historia reciente ha sido dramáticamente errada. Pero nos guía esa búsqueda del bien común que la derecha, siempre más preocupada por el interés particular, desprecia por ingenua e idealista. Ser de izquierdas es vivir en un conflicto permanente que nunca se resuelve de manera enteramente satisfactoria. En eso consiste el pensamiento crítico. Lo contrario es pura consigna, muy útil como mecanismo de autoafirmación pero vacua para la reflexión sobre como construir un mundo más habitable.

En estos días de fin de verano el mundo vive al borde de una nueva guerra en ese polvorín que es Oriente Medio desde hace ya muchas décadas. Algunos de nosotros ya hemos desempolvado la pegatina del No a la Guerra que lucimos hace diez años para combatir aquella aventura bélica injusta e ilegal que fue la de Iraq. Volveremos a salir a la calle gritando consignas antimilitaristas y condenando un bombardeo que provocará, sin lugar a dudas, aquello que en un ejercicio de hipocresía y mezquindad alguien decidió bautizar como "víctimas colaterales".

Pero por más que clamemos contra esas "campañas humanitarias" que más bien suelen añadir una nueva tragedia a la ya existente, no podemos pasar por alto un dilema moral que no puede ser resuelto a golpe de consigna. ¿Cómo parar una agresión como la que está cometiendo Al Assad contra su propio pueblo? ¿Cómo detener la masacre de cientos de inocentes con armas químicas que ha perpetrado el ejercito sirio? Algunos dirán, no sin razón, que la solución a esas cuestiones no pueden venir de la mano de campañas de bombardeos masivos que, por muy selectivos que se pretendan, provocan víctimas inocentes y destrozan las infraestructuras de países muchas veces azotados por la miseria. Esa fórmula de guerra aséptica (tan solo para el agresor, nunca para el agredido) en la que las víctimas propias son producto más bien del fuego amigo y de los accidentes que del combate, rara vez tiene la virtud de poner freno a los genocidios o librar a los pueblos de sus propios sátrapas. Pero probablemente la fuerza, algún tipo de fuerza, sea inevitable para no repetir catástrofes como las de Ruanda o Bosnia, en las que la comunidad internacional miró para otro lado y después se rasgó sus propias vestiduras ante la tragedia no impedida.

Entonces la cuestión ya no es decir sí o no a la guerra sino a este tipo de guerra que se cuida más de no llevar féretros de soldados a casa que de proteger a las poblaciones que están sufriendo agresiones atroces por parte de los dictadores. Unas guerras cuyas motivaciones tienen poco o nada de humanitarias y mucho o todo de geopolítica, economía o gestión de materias primas. Las guerras, más allá de que sean buenas o malas, son muchas veces inevitables. Y oponerse por sistema a ese recurso de la política por otros medios, como en la célebre cita de Clausewitz, sin una reflexión moral sobre la elección del mal menor en situaciones dramáticas para millones de personas es o bien estúpidamente ingenuo e irresponsable o maliciosamente cruel e insolidario. Por eso yo esta vez saldré a la calle para condenar un ataque que ya parece inminente y que añadirá tragedia a la tragedia. Pero al mismo tiempo lo diré bien alto y bien claro: sí a la guerra. Y sobre todo no a este tipo de paz.

Siria2

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