El óxido

¡No toques a mi puta!

En los últimos días se ha publicado en Francia un manifiesto firmado por un grupo de intelectuales en contra de la penalización de la prostitución. Ya se conoce como el "Manifiesto de los 343 cabrones", en referencia a aquel otro "Manifiesto de las 343 guarras", redactado por la mismísima Simone de Beauvoir, y que fue suscrito en los años 70 por un grupo de mujeres que se autoinculpaban de haberse sometido a un aborto y de ese modo reclamaban que la interrupción voluntaria del embarazo fuese libre y gratuita. En este caso el manifiesto de "los cabrones" lleva por subtítulo "No toques a mi puta". Y aunque muchos han querido ver en ese pronombre posesivo un signo de explotación y de degradación de la mujer al estatus de cosa propiedad del hombre, lo cierto es que el lema se ha creado deliberadamente en recuerdo de esa otra lucha de la izquierda francesa contra el racismo que utilizó por eslogan aquello de "No toques a mi colega".

Los firmantes del manifiesto piden la paralización de un proyecto de ley que se discute estos días en el parlamento francés y que pretende penalizar a los clientes de las prostitutas. El feminismo abolicionista y buena parte de la izquierda francesa ha alzado el grito contra un texto al que considera una forma de legitimar la explotación sexual y de género. A mi, por el contrario, me parece una iniciativa valiente e incómoda para un tipo de pensamiento que se pretende a si mismo progresista pero que está anclado en la represión de todo aquello que tenga que ver con la sexualidad. Una iniciativa que además trata de combatir toda una mitología creada alrededor de la prostitución que victimiza a la trabajadora del sexo y convierte al cliente en un ogro depravado, sádico y misógino.

No cabe duda de que hay que luchar contra toda forma de explotación que sufren las mujeres que se dedican a la prostitución. El proxenetismo, la trata de seres humanos o la violencia sexual son fenómenos repugnantes provocados entre otras cosas por la prohibición, tanto legal como moral, de una actividad mercantil cuya única particularidad es que se desarrolla en un terreno como la sexualidad, abonado para moralistas y represores de uno u otro signo político. Guste más o menos la prostitución es un servicio que atiende a una demanda de nuestra sociedad. Y como tal debería ser protegido para que se desarrolle en las mejores condiciones de seguridad, de higiene y de protección a las trabajadoras y los trabajadores del sexo. Pero aquellos abolicionistas que dicen proteger a las prostitutas a golpe de legislación prohibicionista, obligan a las trabajadoras del sexo a permanecer en la oscuridad de los guetos y de la marginalidad. Las sitúan fuera del sistema, precisamente en el lugar donde más vulnerables son a la explotación y a la violencia. Afortunadamente aun hay asociaciones de trabajadoras del sexo, como Hetaira, que luchan por la dignificación de la prostitución y por los derechos elementales que sistemáticamente se les niegan a las personas que se dedican a ella.

Nos podrá gustar más o menos pero lo cierto es que existen y existirán personas que por muy diversos motivos no pueden mantener relaciones sexuales sin pagar por ello. Y existirán también mujeres y hombres dispuestos a ganarse la vida prestando un servicio tan básico para el bienestar de los seres humanos como es el del placer y el cariño. En otros países europeos la prostitución especializada en personas con discapacidades físicas o psíquicas está financiada con fondos públicos o vinculada a programas de la seguridad social. Y no son pocos los estudios científicos que sugieren una relación directa entre prohibición de la prostitución y aumento de la violencia sexual.

La prohibición de la prostitución (ya sea vía penalización del cliente o de la prostituta) solo se sostiene por medio de un discurso moral sobre el sexo como una actividad oscura y sucia que muchos no compartimos. Es el mismo tipo de moralina que llevamos siglos escuchando en los altares y que tanto dolor ha creado en hombres y mujeres que han vivido su sexualidad de una forma reprimida. Lo lamentable es que una parte de la izquierda haya asumido como propio el discurso católico sobre el sexo y, en algunos casos, lo haya disfrazado de feminismo. Porque no hay nada de feminista en decirle a una mujer que no puede o no debe desarrollar la actividad profesional que libremente ha elegido porque esta siendo explotada, por más que ella misma opine lo contrario.

La sexualidad es una de esas parcelas de los seres humanos que no debiera ser materia legislable por ningún tipo de autoridad política, cuando se desarrolla entre adultos y en libertad. En cambio las relaciones comerciales, desde una visión progresista de la economía, deberían estar reguladas para que la libertad no se lleve por delante un valor tan preciado como la igualdad. Pero curiosamente en materia de prostitución sucede a la inversa. Los poderes públicos se empeñan en moralizar sobre como deben de ser nuestras relaciones sexuales penalizando y estigmatizando la contratación de los servicios de prostitutas mientras permiten que el negocio del sexo se desarrolle en un limbo neoliberal donde no existe regulación alguna que proteja al consumidor y, sobre todo, a la trabajadora.

Yo nunca he ido de putas. He tenido la fortuna de no haber necesitado jamás pagar por sexo o por cariño. Pero quizás llegue un día en el que tenga que contratar los servicios de una trabajadora del sexo porque la edad, la salud, el aspecto físico o sencillamente la voluntad me impidan mantener relaciones con mujeres sin que el dinero medie en ello. Y llegado el caso no quiero sentirme sucio, ni quiero tener mala conciencia, ni quiero que los demás me miren como un ogro sin sentimientos que no respeta a las mujeres y que paga por utilizar el cuerpo de ellas como vehículo del placer. Quiero poder ir con la cabeza alta y decir "Sí, voy de putas. ¿Qué pasa?".

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¡NO TOQUES A MI PUTA!

Contra las leyes antiprostitución, por la libertad: el manifiesto de los 343 cabrones

En materia de prostitución, somos creyentes, practicantes o agnósticos.

Algunos de nosotros han ido, van o irán de «putas», y no se avergüenzan de ello.

Otros, que nunca han sido clientes en persona (por razones que sólo a ellos les competen) nunca han tenido y nunca tendrán el comportamiento ciudadano de denunciar a aquellos de sus semejantes que recurren al amor tarifado.

Homosexuales o heterosexuales, libertinos o monógamos, fieles o volubles, somos hombres. Eso no nos convierte en los frustrados, perversos o psicópatas que describen los defensores de una represión disfrazada de lucha feminista. Paguemos o no por relaciones carnales, bajo ningún pretexto lo haríamos sin el consentimiento de nuestras parejas. Pero consideramos que cualquiera tiene derecho a vender libremente sus encantos, y que incluso le guste. Y rechazamos que los diputados dicten normas sobre nuestros deseos y nuestros placeres.

No nos gustan ni la violencia, ni la explotación ni el tráfico de seres humanos. Y esperamos que los poderes públicos hagan todo lo posible para luchar contra las redes y sancionar a los proxenetas.

Amamos la libertad, la literatura y la intimidad. Y cuando el Estado se mete en nuestros pantalones, las tres están en peligro.

Hoy la prostitución, mañana la pornografía: ¿qué se prohibirá pasado mañana?

No cederemos ante las ligas de la virtud que están en contra de las mujeres (y los hombres) de poca virtud. Contra lo sexualmente correcto, pretendemos vivir como adultos.

Todos juntos, proclamamos:

¡No toques a mi puta!

Primeros firmantes: Frédéric Beigbeder, Nicolas Bedos, Philippe Caubère, Marc Cohen, Jean-Michel Delacomptée, David Di Nota, Claude Durand, Benoit Duteurtre, Jacques de Guillebon, Basile de Koch, Alain Paucard, Jérôme Leroy, Richard Malka, Gil Mihaely, Ivan Rioufol, Luc Rosenzweig, François Taillandier, Eric Zemmour.

(Traducción de Pablo García Guerrero para el magazine digital www.nevillescu.com)

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