El óxido

Catalunya y España como proyecto común

Actualmente en el mundo existen alrededor de doscientos Estados con sus fronteras, su moneda (en algunos casos compartida con otros), sus pasaportes, sus instituciones... Habrá a quien le parezca un número exiguo pero ese no es mi caso. Lo que necesita el mundo hoy no son más países, más Estados ni más fronteras que separen a unos ciudadanos de otros. ¿Eso quiere decir que no hay justificación posible para la creación de un nuevo Estado? De ningún modo. Pero la creación de un nuevo Estado, esto es, la secesión, requiere de un discurso que la justifique con algún argumento más allá del mero voluntarismo. Las consecuencias que un proceso de independencia y de creación de un nuevo Estado puedan tener son lo suficientemente graves como para exigir que se responda a dos preguntas cruciales: por qué y para qué.

En último término la creación de nuevos Estados debería ser una herramienta y no un fin en si mismo. Una herramienta destinada a combatir una violación flagrante de los derechos sociales, políticos, económicos o culturales de los ciudadanos de un territorio determinado. Si la independencia resulta útil para que los ciudadanos logren aquellos derechos que les han sido hurtados, entonces bienvenida sea. El caso de Palestina es paradigmático de ello.

Pero argüir que en Catalunya hoy se está produciendo una violación sistemática y generalizada de los derechos sociales, políticos, económicos o culturales de los ciudadanos catalanes no resiste un mínimo análisis comparativo con la realidad. Tal vez la relación entre las instituciones del centro y las catalanas no sean todo lo fluidas que sería deseable. Y parece que los deseos de los catalanes de mayores cotas de autogobierno y de un modelo de financiación distinto son claros y deberían de ser abordados. Por otro lado no cabe duda de que existe un poder mediático en la capital que desprecia todo aquello que huela a catalanismo y que es respondido por buena parte de los medios catalanes con la misma virulencia y demagogia. Se trata del clásico periodismo de trinchera reconvertido en un periodismo "de bandera".

No existen, por tanto, motivos que recomienden la secesión de un territorio que goza de altísimos niveles de autogobierno en un Estado federal, democrático y de derecho como el español. Existen en cambio motivos de sobra para plantear abiertamente el debate del modelo de Estado o de la financiación autonómica. Y resulta urgente una reforma constitucional que atenúe los conflictos entre el Estado central y algunas comunidades autónomas, particularmente de las denominadas históricas. Pero la secesión hoy solo encuentra sustento en un discurso sobre la identidad cargado de elementos prerracionales y de victimismo y sustentado en una premisa ciertamente dudosa: a cada nación, un Estado. Y bien es sabido que aquello que no entra dentro del terreno de lo racional (esto es, la identidad) no es susceptible de ser debatido y por tanto no es terreno de la política. La identidad, como la religión, es legítima siempre y cuando no pretenda trascender del espacio privado para instalarse en el público, en el de la política y el debate.

Por otro lado el discurso del nacionalismo catalán insiste en caracterizar a España como poco más que un conjunto de administraciones creado además de forma artificial y autoritaria. Se obvia lo evidente: que en España (incluida Catalunya) existen lazos sociales, familiares, económicos, culturales e históricos que están firmemente asentados en la ciudadanía y que forman eso que puede denominarse como "proyecto común". Pretender romper unilateralmente esos lazos y que la sociedad española no tenga ni voz ni voto al respecto es, como mínimo, injusto.

Para sostener un concepto tan deliberadamente ambiguo como ese del "derecho a decidir" se ha venido utilizando con insistencia la metáfora del matrimonio en el que uno de los cónyuges pretende divorciarse. Y es cierto que cuando esa situación se da, la ruptura unilateral no solo es razonable sino incluso deseable. Pero utilizar este símil simplifica las cosas hasta un grado superlativo. Si se quiere buscar una imagen más adecuada habría que recurrir a la de la comunidad de vecinos en la que uno de los propietarios quiere independizarse del resto pasando por alto todos los elementos comunes del bloque (escaleras, portal, ascensor, fachada, etc...) que además son indivisibles. Del mismo modo el nacionalismo catalán pretende extrañarse de ese ámbito común que llamamos España sin dejar espacio alguno para soluciones intermedias que no desnaturalicen a los ciudadanos catalanes que se sienten legítimamente españoles. Y a decir verdad el nacionalismo español opera del mismo modo. Se trata de una lucha de maximalismos donde diálogo y consenso son palabras tabú.

Pero dicho esto, si los catalanes persisten en una voluntad de secesión expresada de forma inequívoca y con una mayoría suficiente que a día de hoy no está clara, son pocos, por no decir ninguno, los argumentos de índole democrática que permitan negarles tal anhelo. La legalidad vigente, es decir, la Constitución, no puede ser argumento para impedir la creación de un nuevo Estado, por más absurdo que pueda parecer ese deseo. Porque en último término el nacimiento de un nuevo Estado parte siempre de lo fáctico y no de lo normativo. Y un poder constituyente es por definición ilimitado y no atiende a más legalidad que la autootorgada. De modo que si finalmente Catalunya quiere ser un Estado, lo mejor que puede hacer el gobierno español es facilitar una salida lo menos traumática posible.

La izquierda de ámbito estatal se encuentra fuera de juego en todo este debate sobre Catalunya. Por un lado la derecha se ha hecho con el monopolio de la idea de España, heredera de las cuatro décadas de dictadura nacionalista, y de sus símbolos. Una idea, la de España, que aparece en el imaginario colectivo político como sinónimo de centralismo, de desprecio a la diferencia y de valores conservadores. Pero curiosamente el concepto de España como proyecto común hunde sus raíces en los movimientos liberales, progresistas y antiabsolutistas de comienzos del siglo XIX. Del otro lado, del reaccionario, se situaba un carlismo foralista, ultracatólico, ruralista y antiliberal.

Ya en el siglo XX, existe toda una tradición de una izquierda republicana y federal que no renuncia a la idea de España como proyecto común sin caer en la tentación centralista. Azaña será el principal referente de una corriente que acabará desapareciendo con la generación de la Guerra Civil. La Transición trató de reeditarla bajo la formula del autonomismo progresista pero ya el escenario no era el mismo ni el empuje nacionalista se vio atenuado por él. Finalmente la izquierda, desde la socialdemocracia a las propuestas más radicales, se ha visto atrapada entre dos aguas, la del autonomismo centralista conservador y la del independentismo nacionalista, y sin posibilidad de encontrar un espacio discursivo propio. Mientras el PSOE se veía tímidamente arrastrado por la retórica antinacionalista, el PSE y las izquierdas alternativas mostraban cierta condescendencia hacia la retórica del "derecho de autodeterminación" por haber sido este uno de los discursos que alimentó la lucha antifranquista contra una dictadura que hacía gala de un ultranacionalismo español.

Recuperar para la izquierda el espacio del proyecto común de España respetuoso con las diferencias, con las identidades nacionales y con los deseos de autogobierno no es una tarea fácil pero sí necesaria. Profundizar en el proyecto de un federalismo integrador es quizás uno de los mayores retos con los que tiene que lidiar la izquierda española. Pero para ello es fundamental reconocer que las identidades (la catalana, pero también la española) son legítimas siempre y cuando se expresen en el terreno de lo privado. Se trata por tanto de hablar de derechos y no de sentimientos, respetando las diferencias pero poniendo en valor lo común. Se trata también de perseguir el consenso, el acuerdo, el diálogo y la negociación. Y se trata por último de entender que en todo este proceso el protagonista tiene que se el ciudadano y no las naciones. Solo de este modo la cuestión catalana podrá llegar a buen puerto.

Azaña

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