Al aire libre

Los desquiciantes taxistas de Pekín

Estamos en Pekín, la ciudad del cielo ceniciento. Pero cambiemos por un instante. Imaginemos a un chino tomando un taxi en España. El chino enseña la tarjeta del hotel al taxista, el taxista la lee y ambos se dirigen al hotel. Si el taxista no conoce la dirección –lo que sucede en nuestro país con escasa frecuencia- tiene varias alternativas: llamar a su central telefónica, preguntar a un compañero, consultar el callejero o simplemente guiarse por su GPS. Olvídense. Nada de esto sucede en la capital de China.

Los taxistas de Pekín requieren paciencia. También hay que reconocer que, si uno quiere vivir una emoción real para huir de la rutina diaria, un taki pekinés promete. Retrocedemos al pasado jueves por la noche (creo que fue el jueves, aunque en los Juegos Olímpicos la celeridad del paso del tiempo y la ausencia de significado de los días de la semana lo confunde todo), a las doce de la noche.

Salgo del Centro de Prensa y tomo un taxi en dirección al hotel. Comienza la película. Le muestro la tarjeta al taxista con la misma sensación de miedo con la que un alumno entrega a su profesor un examen que sabe que es mediocre. Silencio. Pasan varios segundos. Le señalo con el dedo la línea en la que la dirección del hotel está escrita en el idioma local. Más silencio. Pasan cinco segundos. Diez quizá.

Ayer le preguntaba a Andrea Rodés, nuestra magnífica corresponsal en Pekín, por qué tardan tanto en leer las cosas. Ella tampoco lo sabe. Quizá les lleva tiempo diferenciar los caracteres, quizá no conocen bien Pekín porque muchos taxistas proceden del campo. Quién sabe.

Volvemos al taxi. El taxista me devuelve la tarjeta, emite un sonido bajito y poco convincente. Arranca el coche. Se dirige en una dirección que creo acertada hasta que se encuentra con una valla que le corta el tráfico. Comienza a protestar bajito pero no hace nada y no pregunta tampoco a los policías.

Da la vuelta y sigue conduciendo, ya muy despacio. Le pregunto en inglés –no sé para qué- si sabe adónde va. Como si le hablo tagalo. Circulamos otros 100 metros, cada vez más despacio. Entonces para. Me indica con los brazos que no sabe ir, me indica que no me va a cobrar nada y me dice que me baje. Me bajo.

Segundo taxi. La verdadera historia arranca aquí. Mira la tarjeta, le da la vuelta (aquí estuvo el gran error) y sale con decisión. Me pongo a leer un documento sobre Michael Phelps que nunca pude terminar y acabé odiando (al documento, no a Phelps). Tres minutos después descubro que nos estamos alejando hacia el extrarradio. Le pregunto si vamos bien (de nuevo en inglés) y dice que sí con la cabeza. Quince minutos después llegamos a un barrio muy oscuro, con puestos de fruta en la calle (¡vaya horas de comprar fruta, pienso, las doce y media!). Me dice que hemos llegado señalando un edificio de oficinas, que podía ser quizá la central de la compañía que dirige el hotel.

Le digo que no, le vuelvo a enseñar la tarjeta, llama por teléfono y entonces comenzamos otra media hora de viaje después de la cual vuelve a pararse. Esta vez soy yo el que se enfada. Le digo que me bajo del coche y no le voy a dar ni un duro. De todos modos, los taxis son tan baratos aquí que después de una hora de viaje sólo marca 51 yuanes, unos cinco euros. No dice nada, aunque aún recuerdo cómo fijó sus ojos en los míos.

Una de la mañana. Estoy solo en la acera, en algún barrio de Pekín. Paro un taxi. Mira la tarjeta y me dice que no. Un tío honesto. O no sabe, o no quiere ir, pero lo dice.

Cuarto taxi. Un muchacho joven. Mi salvación. Lee la dirección y asiente con rapidez. Quince minutos después, he llegado al hotel. Un trayecto de una hora y cuarto en taxi (¡en tres taxis!) para un recorrido que se hace andando en 40 minutos. Bienvenidos a Pekín.

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