Luis Matías López
Hay tres países socios naturales de la Unión Europea: Noruega, Suiza e Islandia. Son prósperos, democráticos y estables. Se les recibiría con los brazos abiertos, sin las reticencias y problemas de adaptación que suscitan algunos recién llegados, como Bulgaria y Rumania. Sólo hay un problema: que no quieren entrar. O no querían, porque Islandia acaba de cambiar de opinión. Cosas de la crisis. El caso de Noruega es el más llamativo. En dos ocasiones (1972 y 1994), sus ciudadanos rechazaron la integración en referéndum, desairando a la Unión, que les aceptaba sin reservas, y a su propio Gobierno. En cuanto a los suizos, que antes de entrar en la ONU se dejaron querer durante décadas, hacen otro tanto con la UE. Tampoco los islandeses habían mostrado hasta ahora mayor interés. Euroescépticos por conveniencia, los poco más de 300.000 habitantes de esta isla volcánica repleta de géiseres, perdida entre el mar de Groenlandia y el océano Atlántico, rozando el Círculo Polar Ártico, han sabido sacar provecho de su próspero aislamiento, de la riqueza pesquera de sus aguas, del tesoro en aluminio de su suelo y de las posibilidades turísticas de su geografía.
¿Para qué entrar como socio de plenos derechos y obligaciones si ya existe una estrecha y beneficiosa relación? ¿Para qué someter una burocracia a la medida de una pequeña nación a las costosas obligaciones de pertenecer a las instituciones comunitarias? En cierta forma, Islandia ya casi está en la UE, al formar parte de la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA), el Espacio Económico Europeo (EEE), el acuerdo de Schengen sobre libre circulación de los ciudadanos y la OTAN.Pero llegó la crisis. Los grandes bancos quebraron y fueron nacionalizados, los ahorros de muchos ciudadanos se esfumaron, la sobrevalorada corona se hundió, el Producto Interior Bruto se contrajo brutalmente y el desempleo, hasta entonces casi inexistente, se disparó. Un golpe muy duro para un país que, 65 años después de independizarse de Dinamarca, se muestra orgulloso de ocupar el primer lugar del mundo en el índice de desarrollo humano, de su gran cohesión social y de las escasas diferencias de nivel de vida entre sus habitantes, cuya esperanza de vida (81,5 años) es la cuarta del planeta. De repente, hacía mucho frío fuera de la UE. El Gobierno islandés, encabezado por los conservadores del Partido de la Independencia, cayó entre manifestaciones y caceroladas. Y la teoría del mal menor se impuso. El pasado 16 de julio, y aunque por exigua mayoría (tan sólo un voto), el Parlamento islandés dio vía libre a la solicitud de adhesión plena a la UE, presentada oficialmente una semana después y aceptada tan sólo cuatro días más tarde por el Consejo de Ministros comunitario, que ya ha encargado a la Comisión la elaboración del obligado dictamen. Podría emitirse antes de final de año, lo que abriría paso a la negociación formal.
No sería de extrañar que el proceso se cerrase en dos años. Una inusitada rapidez, favorecida por el padrinazgo de Suecia, presidente de turno de la Unión. Una probable integración acelerada que suscita resistencias en algunos socios comunitarios y el resquemor de otros candidatos, como Croacia (el más adelantado), Turquía (el eterno aspirante) y Macedonia. Por no hablar de los que vienen con más retraso, como Montenegro. Un detalle significativo: el comisario encargado de la ampliación ha remitido a este último país un cuestionario con 2.100 preguntas. Seguro que la lista de Islandia será muchísimo más corta. Los aspirantes deben reunir tres condiciones, los llamados Criterios de Copenhague: democracia estable, economía de mercado y aceptación de la totalidad de la normativa o acervo comunitario. Con la negociación aún por abrir, ya están resueltos 22 de sus 35 capítulos.
Sin embargo, habrá importantes obstáculos, empezando por los políticos. Francia se niega a hablar siquiera de ampliación mientras no se apruebe el Tratado de Lisboa. Pesos pesados de la Unión como Alemania y la propia Francia rechazan que se salte el turno y que Islandia pase por delante de los estados balcánicos. El Reino Unido y Holanda exigían que se compensara a sus ciudadanos arruinados por las quiebras bancarias de la isla. Lo han logrado: el 28 de agosto, el Parlamento de Reikiavik aprobaba el pago de unos 3.500 millones de euros, aunque en un plazo de 15 años. El país nórdico, que será contribuyente neto a la UE, deberá cumplir los criterios de Maastricht para entrar en el euro, su gran objetivo. Y tendrá que renunciar a la explotación exclusiva de sus caladeros de pesca. La confrontación promete ser incluso más agria que en el caso de la negociación con España, varias veces al borde del colapso y desbloqueada gracias a un sistema de plazos transitorios y limitaciones de capturas. En todo caso, Reikiavik deberá aceptar el principio esencial de que la pesca, en la Unión, es de todos. No será fácil: Islandia libró con el Reino Unido dos virulentas ‘guerras del bacalao’ y desafió al Tribunal de La Haya al extender su zona de pesca, primero a 50 millas (1972) y luego a 200 (1975).
El proceso no será un camino de rosas, y podría truncarse en el último minuto, el del referéndum popular. Lo ajustado de la votación en el Parlamento no da alas al optimismo. El principal partido de la oposición y los Verdes (socios de los socialdemócratas en el Gobierno) son euroescépticos, y los dos noes de Noruega constituyen un precedente desalentador. Incluso una victoria mínima del sí sería preocupante. Lo último que necesita la Unión Europea son más socios reticentes, como el Reino Unido y la República Checa. Y en ningún sitio está escrito que, en asuntos comunitarios, el tamaño es lo que importa y que, cuanto más grande, mejor.
Luis Matías López es Periodista
Ilustración de Enric Jardí
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