Vicenç Navarro
Catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra. Ex Catedrático de Economía. Universidad de Barcelona
Una de las consecuencias de la aplicación de las políticas neoliberales (que han incluido reformas laborales responsables del descenso de los salarios y del aumento de la precariedad de los puestos de trabajo, así como recortes de gasto y empleo públicos) ha sido la reducción muy notable de la capacidad adquisitiva de grandes sectores de la población, forzados a intentar obtener más ingresos para poder mantener su nivel de vida.
Una de las maneras de conseguirlo es alquilando su coche o su vivienda. Un ejemplo de ello son los "taxistas" a tiempo libre, sin que, en realidad, sean taxistas. Es decir, sin pertenecer a una corporación o asociación profesional que las autoridades públicas hayan autorizado para realizar esta función. En esta nueva actividad, es la persona propietaria de un automóvil la que –a través de una asociación mercantil que promueve tal tipo de prácticas- se ofrece a utilizar su propio coche para llevar a pasajeros de un lugar a otro. Es lo que usted, lector, conocerá como el negocio de Uber.
Y aparentemente es muy fácil. Usted, propietario del coche, se pone en contacto con la compañía para ofrecerse a que cuenten con usted cuando lo necesiten. El usuario contacta con la compañía cuando necesita tal servicio, y esta le envía al supuesto taxista. Es, en realidad, como si utilizara un taxi, pidiéndolo a través de una aplicación del teléfono y siendo recogido por un vehículo donde usted quiera. Ahora bien, hay una gran diferencia entre un taxi y un coche de Uber. En el segundo caso es una relación individual entre el propietario del coche y la compañía, que lo pone en contacto con el usuario. Naturalmente que esta compañía que pone a los dos –al propietario del coche y al usuario- en contacto cobra una cantidad de donde saldrá el pago al propietario, dependiendo del número de servicios. Esta compañía se ha extendido enormemente y representa ahora a nivel mundial un negocio de 40.000 millones de dólares.
En teoría la idea parece excelente y encaja en la filosofía neoliberal de favorecer el mercado, poniendo en contacto directamente al proveedor con el usuario o consumidor. Los economistas neoliberales aman este planteamiento y lo promueven. Y puesto que la población está quejosa, con razón, de las dificultades de encontrar taxis en ciertos momentos del día o de la semana, este nuevo sistema se está extendiendo en Europa y en Norteamérica.
Ahora bien, este sistema de economía mal llamada cooperativa tiene un grave problema que deriva del hecho que los trabajadores, es decir, los taxistas –que no son en realidad taxistas-, actúan de forma individual en sus negociaciones con las empresas Uber, con lo cual su capacidad de negociación es nula. Y por lo tanto, sus salarios y su protección y beneficios sociales son bajísimos o inexistentes.
De esta manera, estas compañías se saltan y eliminan todas las conquistas laborales que habían obtenido los colectivos de taxistas. Es así como los salarios continúan bajando y la protección social continúa desapareciendo. El supuesto taxista ingresa mucho menos dinero que el taxista real. Y el usuario, aunque en ocasiones –no siempre- puede que pague menos, está menos cubierto en cuanto a riesgos, pues el seguro proveído por la compañía Uber es mucho menor que el que ofrece una compañía normal de taxis.
Los pisos turísticos: otro deterioro de los servicios
Una situación casi idéntica está ocurriendo con los pisos turísticos. Personas que tienen dificultades para llegar a fin de mes, que son propietarias de pisos, los alquilan por días, por semanas o por meses a los turistas, que en lugar de ir a hoteles, van a estos pisos que son mucho más baratos. De nuevo, una compañía pone en contacto a los propietarios con los turistas. Y de nuevo parece un arreglo que en teoría aparenta ser razonable, ofreciendo a unos cuantos propietarios la posibilidad de conseguir algún dinero y permitir, por otra parte, a un turista pagar menos que por la vía normal, el hotel.
El problema (y es un problema de grandes dimensiones) es que el vecindario de aquel piso turístico paga un enorme coste en incomodidades, ruidos, suciedad o lo que fuera durante todo el año, como bien saben los vecinos de la Barceloneta (el barrio portuario en la ciudad de Barcelona). El propietario no ofrece los servicios que provee un hotel, ni tiene que tener las condiciones o cumplir con las exigencias que se le piden al establecimiento 'oficial'. Es, como en el caso de Uber, una relación individual entre el propietario y el consumidor a través de una compañía que no requiere ningún tipo de aseguramiento o inversión en la protección del vecindario o del usuario. En realidad, los pisos turísticos son una amenaza para los vecindarios, pues es la extensión a nivel colectivo de los costes e inconvenientes del turismo. Los ayuntamientos progresistas deberían prohibirlo.
Este tipo de economía mal llamada cooperativa es el resultado de la enorme desregulación de la actividad económica. Se salta, así, tanto las conquistas sociales como la protección al consumidor que la sociedad ha ido conquistando, con la excusa de que se abaratan los servicios y se estimula la actividad económica.
Es obvio que lo que tiene que hacerse es contrario a lo que se hace. Regular más la promoción de servicios por parte de las autoridades públicas, a fin de proteger tanto a los usuarios como a los vecinos. Ni qué decir tiene que hay muchos elementos positivos de economía cooperativa. Ahora bien, es importante subrayar los peligros que la expansión de esta dimensión económica pueda tener si se saltan los derechos de los trabajadores y de los usuarios conseguidos a base de luchas y presiones tanto sindicales como vecinales.